Notas para una novela improbable

– Eso son cebollas bravas.

– ¿Bravas?, susurro extrañada.

– Y esto es anís.

– Se puede chupar, ¿verdad?

– ¿Chupar? No, que yo sepa… Y eso de allí patatas, ¿las miras?

Yo ni las miro ni las veo. Contemplo la ramita de eso que él llama anis sobre la palma de mi mano. En mi tierra no es así. Acerco la punta de la lengua al tallo cortado. El sabor es el mismo.

– No sé sobre qué voy a escribir aquí… No lo sé aún. Todo esto -digo mirando a mi alrededor- me lleva al silencio.

– ¿Al silencio?

– Sí.

– A ver, yo no sé mucho de eso, pero podrías empezar hablando de los árboles, describiendo los campos y las casitas, el cielo… y seguro que ecuentras algo a lo que sacar punta. No sé si me explico… Es que a veces pienso que no me explico bien.

– Sí, te has explicado bien.

Las nubes cruzan rápidas el cielo. El sendero, hecho de fragmentos de conchas de mejillones, cruje bajo la suela de nuestros zapatos.

– A ver si llueve, dices. Andas preocupado por el pequeño pino moribundo que habíamos plantado en el monte esa mañana. Insistías en que necesitaba agua, e incluso a media tarde habías propuesto volver con un caldero (y yo te miré horrizada desde el sofá).
– Ua ua uaa… entono invocando la lluvia.
– Me encanta cuando haces el tonto, estás tan simpática…
– ¿En serio?
– Sí. Y me encantas así, natural.
– ¿No te da miedo verme fea?
– ¿Fea? ¿Eso cómo puede ser?
– No sé, con mala cara, sin pintar…
– ¡Ah, no! Te prefiero así. Eres tú. Lo otro, el maquillaje, o el ir emperifollada -hablas despacio, como si analizaras algo muy complejo- no sé, para mi manera de pensar es engañar.
– Sí. Supongo que en realidad soy un poco así, como me ves hoy.
– ¿Cómo un poco? Eres así, si no, pues no serías así.
– Tienes razón.

Al llegar al coche, nos apoyamos en el capó. Una alfombra de algas verdosas amortigua el sonido de las olas en la orilla. Fonso saca una bolsita de pipas y yo miro hacia la vieja mejillonera de la playa de Canaval. A mis ojos, esa construcción alberga un halo de misterio. Hacía un rato habíamos estado explorándola. Yo al menos, exploraba, supongo que él paseaba y recordaba su infancia. Saltábamos al mar desde el tejado, dijiste. Yo había fotografíado los enormes eslabones de cadenas acumulando robín, las redes amontonadas, cuerdas casi tan gruesas como mis muñecas, la preciosa pintura azul descascarillada de una barca. De repente pienso en los hombres que trabajan allí. En el olor pestilente del suelo cubierto por restos y conchas. En cómo de extraña les resultaría mi sensibilidad hacia sus aparejos, hacia su chalana azul. Pienso que me siento extranjera pero en casa. Pienso en mi vuelta a Madrid.

-Deixate de lideiras…

-¿Lideiras? ¿eso qué es: dar vueltas?

-Si.

-No le daba vueltas a nada, joder. Solo…

-Ay, ay, solo… siempre dando vueltas a la cabeza.

-Solo pensaba que no quiero irme.

-¿No quieres irte?

 

Yo no soy el poema

Han sido muchas las veces en que no me he sentido reconocida en las razones que frecuentemente da la gente para escribir. Ni en los porqués ni en los cómos. Por eso nunca me visto como aprendiz de escritora ni nada parecido. No solo porque me faltara capacidad, sino también porque no me sentía reconocida en la etiqueta.

Hace un año, empecé a coquetear con la idea de aprender a escribir ficción y, aunque yo sospechaba de la inutilidad de los cursos que insisten en el aprendizaje de técnicas literarias, me apunté a un curso online (lo bastante online como para poder huir cuando fuera necesario). A la tercera semana, empecé a sentir que hacía los deberes. No había placer. La tarea de imaginar un personaje, trama, ambiente, etc. me parecía tan tediosa como innecesaria. Concluí que no era lo mío y que escribir era solo una afición.

A lo largo de los últimos meses he empezado a ver las cosas desde otro punto de vista. Tengo la impresión de empezar a comprender “todo este asunto de la escritura”. Para empezar, he de reconocer que he empezado a escribir poemas, algo que jamás en mi vida me he propuesto. Y es que yo no leo habitualmente poesía. De hecho, en los últimos años casi no leo nada que no tenga que ver con la preparación de las clases de filosofía que imparto o con mis proyectos de filosofía práctica. Ocurre también que cuando leo poesía y me parece buena, por ejemplo Pizarnik o Chantal Maillard, me dan unas ganas locas de escribir y lo dejo a medias. Y peor aún: cuando lo que leo es una novela larga acabo perdiendo el interés. Esto debe ser una suerte de pecado, pero como decía Parménides y me recordó una amiga tomando un té en el café Matilda el jueves pasado: “lo que es, es y lo que no es, no es. Y ya”. No he conseguido terminar los libros de Saramago El viaje del elefante y La caverna, aún cuando Ensayo sobre la ceguera es uno de los libros favoritos y me lo leí de una sentada. Será que tengo un atracón de tanta infancia y adolescencia entre manzanas y libros. No lo sé. Lo que nunca he dejado de hacer, si bien esporádicamente, ha sido escribir impresiones a modo de diario. Puede que sea la única cosa constante en mi vida desde que mi padre me regaló un diario de Hello Kitty cuando cumplí los 10.

En algún momento del pasado año, creo, empezó a pedirme el cuerpo darle al enter en lugar de escribir de corrido. Eran composiciones fruto del momento, improvisadas y breves. Las llamé impromptus. Los releo y veo de qué pie cojeo: autocomplaciencia, intento de control y de estirar cuando la energía del primer pensamiento (el verdadero poema) ha muerto… Empiezo a comprender también las verdaderas razones por las que merece la pena escribir. Me veo como una radio. No es que yo produzca la música. Yo sintonizo una frecuencia y la hago audible (con más o menos claridad o llena de interferencias).

Hace un par de semanas encontré casualmente un libro que no había podido llegar en mejor momento: El gozo de escribir, de Natalie Goldberg. Fue escrito en 1993 y es maravilloso. Explica con claridad el sentido profundo de la escritura, algo que yo solo había intuido mediante metáforas. Me siento agradecida a Natalie por sus grandes lecciones de dos páginas.

Una de las cosas que ella recomienda, además de practicar sin parar y en todos sitios, es escribir sin detenerse a releer lo escrito. Con esto quiere evitar la censura, el dejarse paralizar por el miedo o la vergüenza, el control sobre lo escrito. Habla de no confundir al creador con el revisor. Me gustó la idea y la he puesto en práctica. Escribo de un tirón y lo dejo unos días. Luego vuelvo y miro si hay algo interesante en el texto. Es el momento de hacer el “samurai”, como ella dice. La escritura debe ser precisa y transmitir verdad y es fácil encontrar frases falsas que se ve que están medio muertas. Esas mejor quitarlas. Intentar arreglarlas es como intentar que un caballo muerto se levante a base de palos.

Otra cosa en el que coincido con Natalie es en la percepción de que yo y mis escritos no somos la misma cosa. Me libero de la presión de pensar que lo que escribo me identifica y que debe haber una total correspondencia entre entre lo que digo y lo que soy o pienso.  El texto no me representa, es el resultado de haber estado despierta en un momento dado. Sencillamente capté algo. Luego lo abandono y sigo. Yo no soy el poema.

Esto me permite además liberarme de la idea de que escribo más y mejor cuando van mal las cosas (me refiero a poemas, etc., claro). El otro día estaba con mi pareja felizmente compartiendo habitación. Él dibujaba, yo quería escribir (en compañía, otra novedad que estoy probando) y me pregunté: “ahora que me siento feliz, en paz y que no echo nada en falta ¿podré escribir, tendré algo que decir?”. Y me dije: «tú mantén los dedos en movimiento y lo que tenga que ser será». Y eso hice. Y el resultado fue esto. De un tirón, sin releer. A lo Natalie. Para mi sorpresa y también para mi tranquilidad, aunque me parece que tras la labor de revisión y las correcciones efectuadas, ha perdido su fuerza original.

No tengo ni idea de las cosas sobre las que voy a escribir en el futuro pero me da lo mismo. Aquí estoy para lo que me quiera llegar. Sé que algunos tenéis la generosidad de deteneros en mis cosas. Y yo os lo agradezco. Vuestros comentarios amigos me están haciendo tomar conciencia del hecho de la práctica de la escritura. El que me estéis alentando lo hace más real. Abro una nueva categoría para distinguir en el blog al homo o mulier prosaicus de la poeticus: «Ejercicios de escritura», la he llamado.

 Gracias por recoger al vuelo las hojas que voy soltando.

Sinrazones

Escribir para dar alas a mi pecho, a mi inane corazón, a mi paladar cerrado,

a mi pensamiento vaca.

Escribir para encender el sol entre las piernas. Para escuchar otras voces, no ésta que taladra ya mi frente, y llama, y llama…

Escribir para hacer percusión con el teclado, para arrancar las notas, para entornar los ojos. Escribir para suplir el mordisco, para subsistir la vida. Para navegar la nieve.