Desentrañar

Desentrañar, si es posible, algo esta tarde. Algo que recuerde lo sencillo. Algo que, como una huella en la arena, remita al caminante.

Desentrañar, sin esfuerzo, si es posible, algo esta tarde. Un paño que se despliega sobre mi regazo.

Algo, sin esfuerzo, si es posible, en mi cocina, como una puerta entornada o el olor de la madera.

Una puntada de hilo, mi mano sobre la manta.

La oscuridad o el misterio.

Guardo la ropa de enero, un arcoiris clandestino toca la pared de aquella casa anhelada, que ya no necesito, porque tengo una.

Se mezcla esa casa y la mía, y suenan los pendientes de las madres que se pierden, al tocar el suelo. Pequeños y dorados, como lágrimas de hadas.

Ya no llevamos hombreras, las mujeres, digo, y el pelo no es tan rubio como entonces. Pero la casa sigue guardando el misterio.

Un misterio que se desvela entre la cocina y el baño, la galería y ese jardín secreto que apenas lograba ver desde la ventana. Un misterio que adquiere forma de pijama y rodillera, y dedos entrelazados. Un misterio que se sirve en platos blancos adornados de ensalada. Olivetti roja, zapatos de tacón y una pulsera.

 

Desentrañar, decía, algo esta tarde, si es posible, sin esfuerzo, pero no sin lágrimas.

Despierta

Despierta, mucho más que antes cuando no dormía,
se ha levantado la piel sobre abstracciones
y ha dicho más
y ha dicho entra.

Alerta, vibrante, precisa la tensión en puertas
de ser tocada.

Lo que antes era un lugar, ahora es órgano vivo.

Tú tienes miedo, avanzas con cuidado, te detienes. Pero hoy mi hambre es nueva y tú la sientes. Rendido, cierras los ojos. Ya estás conmigo.

Calippo

Las palabras son espurias tantas veces.

Tantas veces renegué de ti,

en versos viejos y palabra usada.

 

La entraña, en cambio,

nunca miente.

 

*

 

La realidad de tu cuerpo ocupando un espacio

hace huir a los fantasmas.

 

*

 

Existes

y eso basta.

la nada insiste

Perduran (tú ya lo sabías) los surcos y canales

que llevan lo que no es

a mi centro descentrado:

mi cerebro

rosa y seco.

 

Generan sed y huida.

 

 

Late mi frente bastarda,

hija de la nada y del lenguaje,

excrecencia fría.

 

Fría como las multitudes enardecidas

y el desengaño

de los que no saben

de los que nunca supieron

 

y mi sangre no mana ni fluye ni mancha mis dedos

tan solo permanece coagulada tras mis ojos.

 

Es decir,

que me duele la razón

por mi extravío.

Por ese grito mudo resonando en este espacio

sobre todo tuyo.

 

Tuyo,

hombre,

que dijiste esfuérzate,

y hablaste de voluntad.

 

Hoy me duele el cuerpo por su ausencia.

Notas para una novela improbable

– Eso son cebollas bravas.

– ¿Bravas?, susurro extrañada.

– Y esto es anís.

– Se puede chupar, ¿verdad?

– ¿Chupar? No, que yo sepa… Y eso de allí patatas, ¿las miras?

Yo ni las miro ni las veo. Contemplo la ramita de eso que él llama anis sobre la palma de mi mano. En mi tierra no es así. Acerco la punta de la lengua al tallo cortado. El sabor es el mismo.

– No sé sobre qué voy a escribir aquí… No lo sé aún. Todo esto -digo mirando a mi alrededor- me lleva al silencio.

– ¿Al silencio?

– Sí.

– A ver, yo no sé mucho de eso, pero podrías empezar hablando de los árboles, describiendo los campos y las casitas, el cielo… y seguro que ecuentras algo a lo que sacar punta. No sé si me explico… Es que a veces pienso que no me explico bien.

– Sí, te has explicado bien.

Las nubes cruzan rápidas el cielo. El sendero, hecho de fragmentos de conchas de mejillones, cruje bajo la suela de nuestros zapatos.

– A ver si llueve, dices. Andas preocupado por el pequeño pino moribundo que habíamos plantado en el monte esa mañana. Insistías en que necesitaba agua, e incluso a media tarde habías propuesto volver con un caldero (y yo te miré horrizada desde el sofá).
– Ua ua uaa… entono invocando la lluvia.
– Me encanta cuando haces el tonto, estás tan simpática…
– ¿En serio?
– Sí. Y me encantas así, natural.
– ¿No te da miedo verme fea?
– ¿Fea? ¿Eso cómo puede ser?
– No sé, con mala cara, sin pintar…
– ¡Ah, no! Te prefiero así. Eres tú. Lo otro, el maquillaje, o el ir emperifollada -hablas despacio, como si analizaras algo muy complejo- no sé, para mi manera de pensar es engañar.
– Sí. Supongo que en realidad soy un poco así, como me ves hoy.
– ¿Cómo un poco? Eres así, si no, pues no serías así.
– Tienes razón.

Al llegar al coche, nos apoyamos en el capó. Una alfombra de algas verdosas amortigua el sonido de las olas en la orilla. Fonso saca una bolsita de pipas y yo miro hacia la vieja mejillonera de la playa de Canaval. A mis ojos, esa construcción alberga un halo de misterio. Hacía un rato habíamos estado explorándola. Yo al menos, exploraba, supongo que él paseaba y recordaba su infancia. Saltábamos al mar desde el tejado, dijiste. Yo había fotografíado los enormes eslabones de cadenas acumulando robín, las redes amontonadas, cuerdas casi tan gruesas como mis muñecas, la preciosa pintura azul descascarillada de una barca. De repente pienso en los hombres que trabajan allí. En el olor pestilente del suelo cubierto por restos y conchas. En cómo de extraña les resultaría mi sensibilidad hacia sus aparejos, hacia su chalana azul. Pienso que me siento extranjera pero en casa. Pienso en mi vuelta a Madrid.

-Deixate de lideiras…

-¿Lideiras? ¿eso qué es: dar vueltas?

-Si.

-No le daba vueltas a nada, joder. Solo…

-Ay, ay, solo… siempre dando vueltas a la cabeza.

-Solo pensaba que no quiero irme.

-¿No quieres irte?