Ejercicios espirituales o filosóficos

¡Emprender el vuelo cada día! Al menos durante un momento, por breve que sea, mientras resulte intenso. Cada día debe practicarse un “ejercicio espiritual” -solo o en compañía de alguien que, por su parte, aspire a mejorar-. Ejercicios espirituales. Escapar del tiempo. Esforzarse por despojarse de sus pasiones, de sus vanidades, del prurito ruidoso que rodea al propio nombre (y que de cuando en cuando escuece como una enfermedad crónica). Huir de la maledicencia. Liberarse de toda pena u odio. Amar a todos los hombres libres. Eternizarnos al tiempo que nos dejamos atrás.

G. Friedmann, La Puissance et la sagesse, París, 1970, p. 359. Citado por Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, p. 23.


Con el término «ejercicios espirituales», el filósofo francés Pierre Hadot ha querido rescatar el valor de los ejercicios realizados en el seno de las diversas escuelas filosóficas de la antigüedad grecorromana. La expresión sirve para subrayar que estas prácticas no se reducen a  ejercicios del pensamiento, ya que en ellos participan la emoción y la imaginación; remiten, por tanto, a la totalidad del individuo.

A mi modo de ver, sería más claro utilizar el término «ejercicios filosóficos» para denominar estas prácticas, por tratarse de una expresión libre de tintes religiosos, siempre que entendamos que el adjetivo «filosóficos» apunta a una concepción de la filosofía como una forma de vivir y a una actitud (pincha aquí para leer mi respuesta a la pregunta «¿qué es y para qué sirve la filosofía?»).

Son varias las prácticas procedentes de las tradiciones filosóficas que pueden ser trasladadas y adaptadas a los contextos y circunstancias espirituales contemporáneos. Muchos filósofos vienen trabajando en esta línea, aunque no todos saben hacerlo con el rigor y la profundidad propios de esta disciplina.

La filósofa Mónica Cavallé, exponente en nuestro país del asesoramiento filosófico y ejemplo de que la orientación práctica de la filosofía y su divulgación no tienen por qué significar pérdida de rigor o trivialización, recomienda a sus consultantes llevar a cabo prácticas filosóficas en su día a día (Mónica Cavallé y Julián D. Machado (eds), Arte de vivir, arte de pensar, Desclée, Bilbao, 2007, pp. 71-72.), por ejemplo:

  • recapitulación de lo acontecido durante el día para tomar conciencia de las propias conductas y disposiciones (ejercicio inspirado en el examen de conciencia introducido por la escuela pitagórica)
  • técnicas de vigilancia y de atención a sí mismo
  • observación desapegada de pautas que se deseen comprender (una versión contemporánea de este ejercicio aquí, por la asesora filosófica Mª Ángeles Quesada)
  • momentos dedicados a la reflexión o lectura filosófica
  • mantenimiento de un diario en el que se registren las propias observaciones y comprensiones

Por su parte, en el libro Ejercicios espirituales y filosofía antiguaPierre Hadot describe y recalca el valor de los ejercicios practicados por las escuelas helenísticas, como la estoica:

  • la atención
  • la meditación
  • la  rememoración de cuanto es beneficioso
  • la lectura
  • la escucha
  • el estudio
  • el examen en profundidad
  • el dominio de uno mismo
  • el cumplimiento de los deberes
  • la indiferencia ante las cosas indiferentes

O la epicúrea, que además de la meditación y el estudio propone:

  • la relajación
  • el placer intelectual por la contemplación de la naturaleza
  • la rememoración de placeres pasados y futuros
  • la amistad

Subraya también la importancia dada por los filósofos antiguos a tres aprendizajes:

  • aprender a dialogar (el diálogo socrático como ejercicio común que invita al examen de la propia consciencia)
  • aprender a morir
  • aprender a leer

Es fácil intuir el potencial transformador de todas estas prácticas: los ejercicios suponen un cambio de visión del mundo, una metamorfosis de la personalidad, pero no está clara la manera en que pueden integrarse en la vida personal y en la vida pública contemporáneas. En esta tarea, maravillosamente creativa, estamos implicados los enamorados de esta dimensión práctica de la filosofía: en crear espacios y tiempos en los que cultivar la actitud filosófica, a solas y en comunidad.

Para saber más:


CAVALLÉ, Mónica, La sabiduría recobrada, Madrid,   Ediciones Martínez Roca, 2006. Recensión aquí.

HADOT, Pierre, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006.

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Nota: este post es una variación del artículo que escribí el 19 de agosto del año pasado para el blog del proyecto Fenareta, con el que colaboro.

¿Qué es la filosofía y para qué sirve?

Por lo general, se entiende por filosofía una disciplina académica, esencialmente teórica y especulativa, ejercida por un reducido grupo de especialistas bajo la forma de un discurso autorreferencial y complejo, cuando no directamente incomprensible. Vivir y filosofar son, según esta concepción, dos actividades separadas, o incluso de naturaleza opuesta.

Sin embargo, lo cierto es que la filosofía nació en la antigua Grecia como un modo de vida y una opción existencial y, de hecho, se la consideraba el principal arte de vida. El discurso filosófico y la producción de textos, en los que se suele centrar la atención en clase (tanto en Secundaria como en la Universidad) son la consecuencia o acompañamiento de esta forma de vida, y su función es precisamente sustentar y fundamentar la “vida filosófica” con el rigor que les es propio.

La verdadera filosofía está, pues, plenamente conectada con la vida y permanece atenta a las dimensiones y problemas humanos, ya sean de naturaleza individual como social.  Su práctica nos modifica y transforma, compromete lo que somos. Es, por tanto, una disciplina útil.

No obstante, resulta frecuente encontrar en los circuitos académicos la idea de que la dignidad de la filosofía radica precisamente en su presunta inutilidad. Podríamos expresarlo del siguiente modo:

  • la filosofía no es útil porque no se subordina a nada, es un fin en sí misma, por eso es la más libre y excelsa de todas las actividades humanas

A mi modo de ver, esta tesis se origina en el falso dilema «libertad versus utilidad». Como explica la filósofa española Mónica Cavallé (La sabiduría recobrada, Madrid, Ediciones Martínez Roca, 2002, p. 27 y ss.), aquellos que defienden la inutilidad de la filosofía, y sospechan de toda orientación práctica de la misma, identifican utilidad con servilismo e ignoran el concepto de utilidad intrínseca.

En efecto, la utilidad puede entenderse al menos de dos maneras: como utilidad extrínseca o instrumental (medio para alcanzar un fin) o como utilidad intrínseca (el medio ya es el fin). La filosofía no es valiosa porque se subordine a un fin externo, sino porque es una actividad radicalmente libre y útil para el ser humano, ya que nos remite al cumplimiento de uno mismo y satisface la exigencia de sentido. Esta fertilidad de la filosofía no acarrea traición ni servilismo. Al contrario, solo así entendida la filosofía alcanza toda su plenitud.

La práctica filosófica bien entendida arroja valiosos frutos, como la alegría o el gozo de ser, pero lo que la mueve, su impulso, es sencillamente la sed de  verdad (por muy problemático que sea utilizar este concepto en el seno de nuestra disciplina, no renuncio a él) y no el deseo de seguridad o bienestar psicológico. Es quizá ésta una de las diferencias de fondo entre la filosofía y a la autoayuda. Esta última, por lo general, suele convertir al lector en el receptor pasivo de un producto masticado. La filosofía, por el contrario, trata precisamente de facilitar el proceso de alimentarse y “digerir” por uno mismo, de recuperar la confianza en el ejercicio del propio pensamiento. Es por ello que la aproximación a las ideas y textos  de filósofos  nunca debe hacerse desde la memorización mecánica y acrítica sino desde la re-apropiación y la re-creación experiencial.

Nunca me cansaré de decirlo: la filosofía no es adoctrinamiento. La filosofía es el cultivo consciente de la libertad.

A propósito de Achenbach

En Filopraxis, seguimos con nuestras lecturas. Este mes estamos leyendo Introducción al asesoramiento y la orientación filosófica, de José Barrientos y he pensado en trasladar al blog los comentarios que me va suscitando, dado que de esta manera posibilito conocer opiniones de personas ajenas al grupo. Recientemente he recibido aportaciones de desconocidos dotadas de un sorprendente sentido.

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Gerd B. Achenbach (pp. 41-62)

Según lo describe J. Barrientos, G. B. Achenbach defiende el método «beyond-method» (el método más allá del método) en el ejercicio del asesoramiento u orientación filosófica. Con ello niega el aprendizaje estandarizado: cada consultor debe crear y desarrollar sus propias categorías y técnicas, particularmente a raíz de su encuentro con el consultante. Se trata, dice, de ser un artista, no un restaurador (ni un crítico de arte ni un historiador, podríamos añadir). De esto no se deriva la carencia de fuentes o el desconocimiento de los métodos filosóficos, sino la posibilidad de poder apelar creativamente a una variedad de perspectivas, métodos y técnicas.

Desde mi punto de vista, este eclecticismo metodológico no supone, por sí mismo, un problema, máxime teniendo en cuenta la ausencia de diferencias en la efectividad en los distintos modelos de psicoterapias y relaciones de ayuda, dato que, sin versar específicamente sobre el Af, a mi entender resulta esclarecedor.

Estas consideraciones sobre el no-método achenbachiano, por otro lado susceptible de crítica por motivos en los que no me detendré hoy, me reafirman en la intuición de que la práctica del Af debe ser el fruto de un proceso de maduración personal, de un recorrido filosófico y existencial encarnado en la propia vida. En esto, el Filósofo Asesor se aproxima a los filósofos antiguos que, como magistralmente ha expuesto Pierre Hadot, concebían la filosofía como modo de vida, y no solo como actividad teorética, significado al que se vio generalmente reducida después. Por esta razón, entiendo que las prácticas filosóficas, el asesoramiento, el diálogo y los talleres filosóficos deberían ser una consecuencia natural que acompañe a la propia «vida filosófica» (concepto que, por otra parte, no se me pasa por alto que habría que dilucidar). Creo que sin ese primer elemento de compromiso personal no hay nada original ni sustancioso. El desarrollo de técnicas y métodos vendría después, o incluso de modo simultáneo, pero su aprendizaje estandarizado, practicado por las vías  didácticas habituales, y su profesionalización no asegurarían la experiencia de este origen instransferible, sin la cual la labor de filósofo asesor no solo quedaría desvirtuada, sino que también acabaría convirtiéndose, en mi opinión, en algo impracticable.

Me quedo con ganas de conocer ese «segundo Achenbach» orientado hacia el arte de vivir y la sabiduría del que habla Barrientos al final del capítulo, ya que cada vez me siento menos próxima a la definición del asesoramiento filosófico como resolución de problemas y más interesada en una concepción más amplia e incluso desprofesionalizada de la Práctica Filosófica.