Al comienzo de curso, encomendé a mis alumnos de 1º de Bachillerato la tarea de escribir un diario filosófico en el que fueran reflejando sus pensamientos. El objetivo era romper el ajetreo del día a día y dedicar un tiempo a la reflexión y el autoconocimiento, o, dicho de otro modo, a iniciarse en la filosofía. Algunos conectaron con la actividad, otros no. Entre los muchos que simpatizaron y se comprometieron con la tarea, descubrí pequeños tesoros, semillas de ideas que espero sepan hacer crecer. Fue como asomarme a sus mentes y a sus corazones y me sentí privilegiada de poder ser testigo de esos primeros brotes filosóficos, de este potente despertar de la conciencia que se produce en la menospreciada adolescencia. No obstante, hubo algo que me inquietó; en bastantes cuadernos -unos artesanales hechos por ellos mismos, otros con las tapas decoradas y otros solo blocs baratos- se repetía la narración de una misma experiencia: la desazón que les invadía al empezar un nuevo día, una nueva semana, un nuevo curso, y las estrategias que se le ocurrían para afrontarlo: la resignación, el estar ausente, vivir con la mente puesta en el viernes, en el verano… Esta misma semana, al referirme brevemente al concepto de alienación en el trabajo de Marx (“el trabajador no se realiza en su trabajo sino que se niega, no desarrolla libremente sus energías mentales y físicas sino que se encuentra físicamente exhausto y mentalmente abatido”)[1], un chico, espabilado y lleno de energía, me dijo: “vamos, como en el colegio”. Y no le pude quitar la razón, pues, ciertamente, hay muchos procesos enajenantes en nuestro sistema educativo; tan solo le escuché.
Este recuerdo me ha venido ahora a la cabeza, tras leer un texto de Teresa Guardans: “El cultivo de la calidad humana interior, reto pedagógico del siglo XXI”. Voy a tratar de desgranar lo que me ha suscitado la lectura y ponerlo en relación con mis propias experiencias en el aula.
Para empezar, está claro que esta desagradable emoción que experimentan los alumnos no es extraña en nuestras sociedades. Un adulto puede sentir lo mismo el domingo ante la perspectiva de iniciar la semana laboral o despertar el lunes con ese pensamiento en la cabeza. Ni la tarde del sábado está libre de peligro, por mucho que uno se refugie en enorme centros comerciales llenos de estímulos, bajo la paradójica presión de tener que disfrutar del tiempo de ocio. Paulatinamente perdemos pie, nos entristecemos y nos sentimos agotados. Finalmente nos resignamos.
¿Cuál es el origen de este sentimiento de vacío? Particularmente, y aquí va mi tesis y mi riesgo, creo que se debe al desfondamiento espiritual en el que nadamos. Miramos la existencia bajo un prisma muy reducido con el fin de satisfacer necesidades y de deseos, y la realidad se vuelve como una especie de parque temático que uno ya ha recorrido muchas veces: artificial, previsible, aburrida, agotadora. Nuestra estrechez de miras puede compararse a la del burro que gira en la noria y así vamos, con anteojeras, alimentando un estado de aislamiento y desprecio por la vida. Vamos perdiendo la capacidad de interesarnos por la existencia, una cualidad esencial en el ser humano, y los profesores muchas veces y sin quererlo contribuimos a ello, cuando deberíamos ser la resistencia. Por muy mal que vayan las cosas y por mucho que llame la desesperanza a nuestra puerta, es nuestra tarea no arrojar la toalla.
Ocurre que en lugar de educar para la felicidad y para la vida plena, enseñamos una serie de habilidades, no todas buenas, e insistimos una y otra y otra vez en el voluntarismo, creyendo que la voluntad es el origen y fundamento del desarrollo humano. Sospecho que aquí yace el gran error de muchas religiones y éticas: la base sobre la que florece la verdadera madurez humana no es el voluntarismo sino la experiencia plena y directa de la realidad. Esto que digo puede sonar a muchos un tanto extraño, quizá lo sea menos si utilizo una expresión que aparece ya en todos los Proyectos Educativos de los centros de enseñanza: el de ofrecer una formación integral. Como tantas otras cosas, hoy por hoy se trata tan solo de un ideal todavía lejano, en el mejor de los casos, y de un eslogan, en el peor; pues raramente se toma en consideración todo lo que nos constituye como seres humanos. Siempre hay mucha prisa y otras prioridades. Corriendo sin saber por qué ni adónde, como el jinete del cuento que se agarra desesperadamente a las crines de su veloz caballo para no caerse, y que, cuando alguien le pregunta: “¿a dónde vas tan deprisa?”, responde: “no lo sé, pregúntaselo a mi caballo”.
La consecuencia de esta desatención a la dimensión espiritual (sé que una expresión poco clara, pero no se me ocurre otra) es que perdemos la capacidad de entregarnos y gozar de la vida, de amarla. Aunque vende lo de vivir a tope, creo que ni mis chicos se lo creen ya. Han comenzado a sospechar el profundo sinsentido y la debilidad de los hilos que les atan a la vida. Y creo que esta percepción irá creciendo como un cáncer.
Así que allá voy: estoy convencida de que la mirada interesada sobre la realidad, su apreciación y estudio desde nuestras necesidades y objetivos (tan a la bolognesa) no es capaz de dotar de un vínculo sólido con la vida. La perspectiva de la funcionalidad y la utilidad no nos sacia. Antes o después llega el día en que uno se da cuenta de que sus “objetivos y metas” son dispositivos inanes para amar la vida. Y en este punto, que siempre llega porque nuestra naturaleza es así de sabia, y de esta crisis emerge la oportunidad: la realidad es más que el estrecho foco desde el cual la describimos y, si uno se deja, es bien capaz de interpelarnos, de romper nuestros anteojos utilitarios y proporcionar una experiencia de contacto directo, no mediado por intereses. La realidad empieza entonces a ser otra cosa. La existencia adquiere valor.
¿Cómo cultivar el amor incondicional por la realidad del que hablan todas las grandes tradiciones espirituales? ¿Y qué hacer sin él?
Desde hace mucho (no sabría decir cuánto, pero creo que es una característica de nuestra época), estamos descuidando la capacidad de apreciación de la realidad, el respeto por lo que es, el cultivo de la atención, insistiendo en la trampa del voluntarismo o en la visión reducida del cientifismo. Aún no sabemos cómo será la espiritualidad de este siglo que acaba de empezar, pero sabemos que no tendrá la forma de los muchos intentos contemporáneos de hacer sitio a lo espiritual sin que eso suponga un cambio demasiado grande en la propia vida. Como bien apunta Miguel Brieva en su ilustración no será un “Fúndeme con el cosmos que tengo prisa”.
Ciertamente, el aula puede parecernos un espacio demasiado complicado para abordar y favorecer esta apertura del corazón pero ¿qué otra opción nos queda? Es nuestra responsabilidad propiciarlo de la manera que sea; crear posibilidades para el despliegue humano; siempre desde el más absoluto respeto a la integridad del otro, aunque ese otro sea niño y mida poco, no desde el adoctrinamiento.
Esto, obviamente, no es una idea mía, ya se habla en los contextos educativos de la necesidad de “aprender a ser” (idea que yo creo debe ser muy bien fundamentada para echar raíces), pero todos sabemos lo lejos que estamos de saber cómo hacer esto en el aula. Al otro lado, nuestros alumnos, en la época del despertar de la conciencia, andan obsesionados con las calificaciones y con los “profe, ¿esto entra en el examen?”. Más que el “aprender a ser” muchos llevan interiorizado el “aprender a aparentar (lo que el profesor y otros adultos quieren que seas)”.
Yo me siento tan principiante en esta nueva visión de la educación como como cualquiera, pero, tras leer el texto de Teresa Guardans, me gustaría comenzar a trabajar en el boceto de algunas estrategias didácticas:
- Más allá de intentar inculcar actitudes en el aula (los famosos temas transversales, que a mí siempre me han chirriado por sonarme a políticamente correcto, como tantas otras cosas en educación) hay que facilitar el crecimiento interior, auténtico, de los alumnos. Las actitudes no arraigan en nuestros alumnos porque son frutos, no raíces. Nuestros alumnos son humanos y el ser humano madura desde la base. Decir a los niños que hay que respetar el medio ambiente, sin basarlo en nada (y quiero decir: en ninguna experiencia de contacto con la realidad o de verdadera comprensión) es una estupidez. Como dice Teresa Guardans: “No es que la conciencia social o ecológica no sea importante, pero si el corazón no se ha puesto en contacto con el mundo, todo eso queda en voluntarismo, sin fuerza para sostenerse y fructificar en el futuro”. La realidad tiene que palpitar en el aula, ésta no puede ser tan solo el escenario de simulacros. Así solo educamos en la inautenticidad, en la farsa, en la resignación, en el sometimiento, en la enajenación, en la inhumanidad.
- El lenguaje conceptual, si bien imprescindible, no debe ser el único admisible en el espacio comunicativo del aula, sino que ha de compartirlo con otros lenguajes marginados como el poético, el musical, el artístico… Mi experiencia es que, dando tiempo y no obturando la expresión de los alumnos, ellos mismos sienten la necesidad de acudir a otros registros. Estos otros lenguajes no proporcionan descripciones pero, como dice Teresa Guardans, sí ahondan en la experiencia de la realidad y contribuyen al crecimiento interior. Y no me refiero a escribir poemas en clase de lengua y a tocar la flauta en clase de música (¡qué lúgubres me resultaba la melodía de las flautas, carentes de vida, cuando las escuchaba de niña desde mi clase! ¡o esos teclados fúnebres cuyas teclas apretábamos bajo la mirada del profesor y su bolígrafo rojo!) sino la de abordar todas las asignaturas desde una visión integral del ser humano, respetuosa con la compleja riqueza del mundo. ¡La realidad no es tan aburrida e inexpresiva como parece en nuestras clases ni nosotros somos criaturas tan grises!
- Darle importancia a la capacidad de interrogación del ser humano. Los alumnos no pueden ser máquinas de respuestas en serie a pseudo-preguntas (en el sentido que el profesor ya sabe, o cree saber, la respuesta a la cuestión que formula). Debemos permitir que surja y se desarrolle esa capacidad de hacer preguntas, origen de todo pensamiento crítico y creativo. A veces los profesores obturamos la potencia interrogadora de nuestros alumnos por diversos motivos (temor al perder el control del espacio comunicativo, falta de comprensión de los ritmos de aprendizaje, miedo a mostrar la propia ignorancia, presiones externas respecto al cumplimiento de una programación…) y por diversos medios (explicaciones que solo dejan a los alumnos en silencio, penalizando y centrando la atención en el error, pasando por alto los avances, evitando el surgimiento de algo inesperado…). Las explicaciones magistrales pueden tener su espacio, e incluso encender la llama de la interrogación entre el alumnado, pero ser profesor no es ser pornógrafo, hay que dejar algo a la imaginación… La educación no es un espectáculo deportivo al que uno pueda acudir como espectador pasivo, ni los chicos vasijas que los profesores debemos llenar.
- Celebrar, en consecuencia la duda y la equivocación. Cada día compruebo que hay un miedo generalizado entre los alumnos a cometer un error o decir una tontería, cuando es sencillamente imposible aprender sin cometer equivocaciones. Es la base del aprendizaje. Un bebé comienza gateando y poco a poco aprende a sostenerse en pie, a dar un paso y luego otro… en ese proceso se cae de culo innumerables veces y los adultos les acompañamos en ese camino disfrutando de ser testigos de su desarrollo. Hay que permitir el gateo y el balbuceo en el aprendizaje pero, ojo, no hay que conformarse con ello, sino facilitar el desarrollo de las capacidades mediante el trabajo. Lo contrario, sería no respetar ni tomar en serio a nuestros alumnos.
- Reforzar la capacidad de asombro y descubrimiento en las clases de ciencias (las verdaderas motivaciones profundas del quehacer científico). La enseñanza de las materias científicas deben dejar de transmitir una “visión acabada” del mundo. Con esto quiero decir que no se debe poner el peso de la clase en la memorización de teorías y conceptos perfectamente perfilados, transmitiendo así la falsa idea de que todo lo real está descrito y explicado y que no hay nada emocionante que hacer. Este desarrollo de la capacidad de exploración se extenderá a otros ámbitos porque los alumnos, aunque a veces los tratemos como si lo fueran, no son joyeros con compartimentos estancos.
- Acompañar y estimular la celebración de las múltiples posibilidades que ofrece la vida y el reconocimiento y desarrollo de los propios talentos. Sin duda, la parte más gratificante de nuestro trabajo, aunque a veces nos perdamos entre tanto cálculo de porcentaje y trazos en bolígrafo rojo.
- Aprender a seleccionar información y a concentrar la atención en ella. Las nuevas tecnologías y el acceso a internet nos permite acceder a un universo de información, por eso es tan importante desarrollar criterios para seleccionar información, so pena de ahogarnos en un mar de datos. Todos hemos experimentado alguna vez lo que ir saltando de web en web y pasar varias horas dando vueltas de modo casi compulsivo, para terminar con una sensación de no haber hecho nada valioso y de casi haberse faltado el respeto a uno mismo. Nuestro tiempo es siempre limitado, no podemos leerlo todo: hay que seleccionar la información y después analizarla y trabajar con ella para producir algo personal. Eso exige tiempo y atención. El fast-food informativo puede provocar una indigestión y una persistente desnutrición. Hay nutrientes esenciales que solo los obtenemos a través de la atención, el análisis pausado, dándonos un tiempo para saborear y digerir los alimentos. Pero, ojo, internet no es el problema sino una herramienta que hay que aprender a manejar y un medio en el que hay que saber moverse.
- Enseñar el valor de la madurez, frente a una exaltación superficial del hecho de ser joven. Cumplir años es sencillamente una desgracia para la mayoría de las mujeres y cada vez lo es más también para los hombres, aunque a ellos se les asignan cualidades positivas como la madurez, la estabilidad, la experiencia… El mundo de la madurez femenina parece en cambio reducido a tena-ladys, cremas antiarrugas y yogures para combatir la osteoporosis. Ante semejante panorama, ¿por qué va a querer una chica madurar y crecer? No estamos educando a nuestras niñas, ni a nosotros mismos, en la maravilla del crecimiento y de la experiencia. Es urgente para la felicidad colectiva reconocer el valor de todos los ciclos de la vida, explorándolos y celebrándolos. En ese sentido, casi echo de menos disponer de ritos de paso.
- Terminar con el tabú de la muerte en la educación. Como bien dice Agustín de la Herrán, un verdadero maestro, educar de espaldas a la muerte es no educar para la vida. El reconocimiento de la finitud de nuestra vida tal y como la experimentamos puede ser la puerta a una vivencia más auténtica y comprometida.
- Romper con el exceso de actividades extraescolares y de deberes. Los chicos deben tener tiempo para la introspección, para “no hacer nada”, algo que debe empezar a cultivarse desde pequeñitos. Tener tiempo para mirar alrededor sin que sea para satisfacer alguna necesidad primaria. Este “no hacer nada” no equivale a tumbarse frente a la tele ni a dormir la siesta, sino a estar atento a la realidad, contemplarla y permitir que nos “hable”. Conlleva, además, aprender a estar solo y el cultivo del bendito silencio.
Todo esto, y muchas otras cosas que se nos irán ocurriendo entre todos, debería facilitar una apertura a la realidad, una des-egotización. Me permito hablar sobre ello sencillamente porque he conocido la experiencia del sinsentido y la de la plenitud, no porque me considere adelantada o más preparada que cualquier otro. Y, aunque hay verdad en la sentencia de que solo se enseña lo que se practica no lo que se predica, los profesores no podemos esperar a sentirnos grandes maestros para arrancar. No somos gurúes, ni lo pretendemos. Somos seres humanos. Cada cual encontrará su ritmo y su manera para poder abordar la tarea de resignificar la enseñanza con honestidad. Y hay una cosa que no podemos olvidar: tenemos derecho a ser hombres y mujeres completos en medio de nuestras clases, no seres enajenados. Tenemos derecho a dudar, a “dejarnos llevar” por la emoción, a explorar, a crecer, a ser. Y es por eso la tarea educativa una oportunidad perfecta; como dijo Kierkegaard: “El discípulo es la oportunidad, para el maestro, de comprenderse a sí mismo y el maestro es la oportunidad, para el discípulo, de comprenderse a sí mismo”.[2]
Para seguir pensando: http://cetr.net/files/1298555537_guardans_conf_reto_cr_201.pdf
[1] «¿Qué constituye la enajenación del trabajo?. Primero, que el trabajo es externo al trabajador, que no es parte de su naturaleza; y que, en consecuencia no se realiza en su trabajo sino que se niega, experimenta una sensación de malestar más que de bienestar, no desarrolla libremente sus energías mentales y físicas sino que se encuentra físicamente exhausto y mentalmente abatido. El trabajador sólo se siente a sus anchas, pues, en sus horas de ocio, mientras que en el trabajo se siente incómodo. Su trabajo no es voluntario sino impuesto, es un trabajo forzado. No es la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio para satisfacer otras necesidades. Su carácter ajeno se demuestra claramente en el hecho de que, tan pronto como no hay una obligación física o de otra especie es evitado como la plaga. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo que implica sacrificio y mortificación. Por último, el carácter externo del trabajo para el trabajador se demuestra en el hecho de que no es su propio trabajo sino trabajo para otro, que en el trabajo no se pertenece a sí mismo sino a otra persona (…) la actividad del trabajador no es su propia actividad espontánea. Es la actividad de otro y una pérdida de su propia espontaneidad.» Karl Marx, Manuscritos filosófico-económicos, I
[2] Pierre Hadot. Elogio de Sócrates. “Textos de Me cayó el veinte”. México, 2006, p. 44. (Soren Kierkegaard. “Mi punto de vista”, Segunda parte, cap. I – 2, p. 52)