La educación olvidada: dimensiones, capacidades y lenguajes excluidos

Al comienzo de curso, encomendé a mis alumnos de 1º de Bachillerato la tarea de escribir un diario filosófico en el que fueran reflejando sus pensamientos. El objetivo era romper el ajetreo del día a día y dedicar un tiempo a la reflexión y el autoconocimiento, o, dicho de otro modo, a iniciarse en la filosofía. Algunos conectaron con la actividad, otros no. Entre los muchos que simpatizaron y se comprometieron con la tarea, descubrí pequeños tesoros, semillas de ideas que espero sepan hacer crecer. Fue como asomarme a sus mentes y a sus corazones y me sentí privilegiada de poder ser testigo de esos primeros brotes filosóficos, de este potente despertar de la conciencia que se produce en la menospreciada adolescencia. No obstante, hubo algo que me inquietó; en bastantes cuadernos -unos artesanales hechos por ellos mismos, otros con las tapas decoradas y otros solo blocs baratos- se repetía la narración de una misma experiencia: la desazón que les invadía al empezar un nuevo día, una nueva semana, un nuevo curso, y las estrategias que se le ocurrían para afrontarlo: la resignación, el estar ausente, vivir con la mente puesta en el viernes, en el verano… Esta misma semana, al referirme brevemente al concepto de alienación en el trabajo de Marx (“el trabajador no se realiza en su trabajo sino que se niega, no desarrolla libremente sus energías mentales y físicas sino que se encuentra físicamente exhausto y mentalmente abatido”)[1], un chico, espabilado y lleno de energía, me dijo: “vamos, como en el colegio”. Y no le pude quitar la razón, pues, ciertamente, hay muchos procesos enajenantes en nuestro sistema educativo; tan solo le escuché.

Este recuerdo me ha venido ahora a la cabeza, tras leer un texto de Teresa Guardans: “El cultivo de la calidad humana interior, reto pedagógico del siglo XXI”. Voy a tratar de desgranar lo que me ha suscitado la lectura y ponerlo en relación con mis propias experiencias en el aula.

Para empezar, está claro que esta desagradable emoción que experimentan los alumnos no es extraña en nuestras sociedades. Un adulto puede sentir lo mismo el domingo ante la perspectiva de iniciar la semana laboral o despertar el lunes con ese pensamiento en la cabeza. Ni la tarde del sábado está libre de peligro, por mucho que uno se refugie en enorme centros comerciales llenos de estímulos, bajo la paradójica presión de tener que disfrutar del tiempo de ocio. Paulatinamente perdemos pie, nos entristecemos y nos sentimos agotados. Finalmente nos resignamos.

¿Cuál es el origen de este sentimiento de vacío? Particularmente, y aquí va mi tesis y mi riesgo, creo que se debe al desfondamiento espiritual en el que nadamos. Miramos la existencia bajo un prisma muy reducido con el fin de satisfacer necesidades y de deseos, y la realidad se vuelve como una especie de parque temático que uno ya ha recorrido muchas veces: artificial, previsible, aburrida, agotadora. Nuestra estrechez de miras puede compararse a la del burro que gira en la noria y así vamos, con anteojeras, alimentando un estado de aislamiento y desprecio por la vida. Vamos perdiendo la capacidad de interesarnos por la existencia, una cualidad esencial en el ser humano, y los profesores muchas veces y sin quererlo contribuimos a ello, cuando deberíamos ser la resistencia. Por muy mal que vayan las cosas y por mucho que llame la desesperanza a nuestra puerta, es nuestra tarea no arrojar la toalla.

Ocurre que en lugar de educar para la felicidad y para la vida plena, enseñamos una serie de habilidades, no todas buenas, e insistimos una y otra y otra vez en el voluntarismo, creyendo que la voluntad es el origen y fundamento del desarrollo humano. Sospecho que aquí yace el gran error de muchas religiones y éticas: la base sobre la que florece la verdadera madurez humana no es el voluntarismo sino la experiencia plena y directa de la realidad. Esto que digo puede sonar a muchos un tanto extraño, quizá lo sea menos si utilizo una expresión que aparece ya en todos los Proyectos Educativos de los centros de enseñanza: el de ofrecer una formación integral. Como tantas otras cosas, hoy por hoy se trata tan solo de un ideal todavía lejano, en el mejor de los casos, y de un eslogan, en el peor; pues raramente se toma en consideración todo lo que nos constituye como seres humanos. Siempre hay mucha prisa y otras prioridades. Corriendo sin saber por qué ni adónde, como el jinete del cuento que se agarra desesperadamente a las crines de su veloz caballo para no caerse, y que, cuando alguien le pregunta: “¿a dónde vas tan deprisa?”,  responde: “no lo sé, pregúntaselo a mi caballo”.

La consecuencia de esta desatención a la dimensión espiritual (sé que una expresión poco clara, pero no se me ocurre otra) es que perdemos la capacidad de entregarnos y gozar de la vida, de amarla. Aunque vende lo de vivir a tope, creo que ni mis chicos se lo creen ya. Han comenzado a sospechar el profundo sinsentido y la debilidad de los hilos que les atan a la vida. Y creo que esta percepción irá creciendo como un cáncer.

Así que allá voy: estoy convencida de que la mirada interesada sobre la realidad, su apreciación y estudio desde nuestras necesidades y objetivos (tan a la bolognesa) no es capaz de dotar de un vínculo sólido con la vida. La perspectiva de la funcionalidad y la utilidad no nos sacia. Antes o después llega el día en que uno se da cuenta de que sus “objetivos y metas” son dispositivos inanes para amar la vida. Y en este punto, que siempre llega porque nuestra naturaleza es así de sabia, y de esta crisis emerge la oportunidad: la realidad es más que el estrecho foco desde el cual la describimos y, si uno se deja, es bien capaz de interpelarnos, de romper nuestros anteojos utilitarios y proporcionar una experiencia de contacto directo, no mediado por intereses. La realidad empieza entonces a ser otra cosa. La existencia adquiere valor.

¿Cómo cultivar el amor incondicional por la realidad del que hablan todas las grandes tradiciones espirituales? ¿Y qué hacer sin él?

Desde hace mucho (no sabría decir cuánto, pero creo que es una característica de nuestra época), estamos descuidando la capacidad de apreciación de la realidad, el respeto por lo que es, el cultivo de la atención,  insistiendo en la trampa del voluntarismo o en la visión reducida del cientifismo. Aún no sabemos cómo será la espiritualidad de este siglo que acaba de empezar, pero sabemos que no tendrá la forma de los muchos intentos contemporáneos de hacer sitio a lo espiritual sin que eso suponga un cambio demasiado grande en la propia vida. Como bien apunta Miguel Brieva en su ilustración no será un “Fúndeme con el cosmos que tengo prisa”.

Ilustración de Miguel Brieva, publicada en Ajoblanco

Ciertamente, el aula puede parecernos un espacio demasiado complicado para abordar y favorecer esta apertura del corazón pero ¿qué otra opción nos queda? Es nuestra responsabilidad propiciarlo de la manera que sea; crear posibilidades para el despliegue humano; siempre desde el más absoluto respeto a la integridad del otro, aunque ese otro sea niño y mida poco, no desde el adoctrinamiento.

Esto, obviamente, no es una idea mía, ya se habla en los contextos educativos de la necesidad de “aprender a ser” (idea que yo creo debe ser muy bien fundamentada para echar raíces), pero todos sabemos lo lejos que estamos de saber cómo hacer esto en el aula. Al otro lado, nuestros alumnos, en la época del despertar de la conciencia, andan obsesionados con las calificaciones y con los “profe, ¿esto entra en el examen?”. Más que el “aprender a ser” muchos llevan interiorizado el “aprender a aparentar (lo que el profesor y otros adultos quieren que seas)”.

Ilustración de miguel Brieva, publicada en su obra Dinero
Ilustración de miguel Brieva, publicada en su obra Dinero

 

Yo me siento tan principiante en esta nueva visión de la educación como como cualquiera, pero, tras leer el texto de Teresa Guardans, me gustaría comenzar a trabajar en el boceto de algunas estrategias didácticas:

  1. Más allá de intentar inculcar actitudes en el aula (los famosos temas transversales, que a mí siempre me han chirriado por sonarme a políticamente correcto, como tantas otras cosas en educación) hay que facilitar el crecimiento interior, auténtico, de los alumnos. Las actitudes no arraigan en nuestros alumnos porque son frutos, no raíces. Nuestros alumnos son humanos y el ser humano madura desde la base. Decir a los niños que hay que respetar el medio ambiente, sin basarlo en nada (y quiero decir: en ninguna experiencia de contacto con la realidad o de verdadera comprensión) es una estupidez. Como dice Teresa Guardans: “No es que la conciencia social o ecológica no sea importante, pero si el corazón no se ha puesto en contacto con el mundo, todo eso queda en voluntarismo, sin fuerza para sostenerse y fructificar en el futuro”. La realidad tiene que palpitar en el aula, ésta no puede ser tan solo el escenario de simulacros. Así solo educamos en la inautenticidad, en la farsa, en la resignación, en el sometimiento, en la enajenación, en la inhumanidad.
  2. El lenguaje conceptual, si bien imprescindible, no debe ser el único admisible en el espacio comunicativo del aula, sino que ha de compartirlo con otros lenguajes marginados como el poético, el musical, el artístico… Mi experiencia es que, dando tiempo y no obturando la expresión de los alumnos, ellos mismos sienten la necesidad de acudir a otros registros. Estos otros lenguajes no proporcionan descripciones pero, como dice Teresa Guardans, sí ahondan en la experiencia de la realidad y contribuyen al crecimiento interior. Y no me refiero a escribir poemas en clase de lengua y a tocar la flauta en clase de música (¡qué lúgubres me resultaba la melodía de las flautas, carentes de vida, cuando las escuchaba de niña desde mi clase! ¡o esos teclados fúnebres cuyas teclas apretábamos bajo la mirada del profesor y su bolígrafo rojo!) sino la de abordar todas las asignaturas desde una visión integral del ser humano, respetuosa con la compleja riqueza del mundo. ¡La realidad no es tan aburrida e inexpresiva como parece en nuestras clases ni nosotros somos criaturas tan grises!
  3. Darle importancia a la capacidad de interrogación del ser humano. Los alumnos no pueden ser máquinas de respuestas en serie a pseudo-preguntas (en el sentido que el profesor ya sabe, o cree saber, la respuesta a la cuestión que formula). Debemos permitir que surja y se desarrolle esa capacidad de hacer preguntas, origen de todo pensamiento crítico y creativo. A veces los profesores obturamos la potencia interrogadora de nuestros alumnos por diversos motivos (temor al perder el control del espacio comunicativo, falta de comprensión de los ritmos de aprendizaje, miedo a mostrar la propia ignorancia, presiones externas respecto al cumplimiento de una programación…) y por diversos medios (explicaciones que solo dejan a los alumnos en silencio, penalizando y centrando la atención en el error, pasando por alto los avances, evitando el surgimiento de algo inesperado…). Las explicaciones magistrales pueden tener su espacio, e incluso encender la llama de la interrogación entre el alumnado, pero ser profesor no es ser pornógrafo, hay que dejar algo a la imaginación… La educación no es un espectáculo deportivo al que uno pueda acudir como espectador pasivo, ni los chicos vasijas que los profesores debemos llenar.
  4. Celebrar, en consecuencia la duda y la equivocación. Cada día compruebo que hay un miedo generalizado entre los alumnos a cometer un error o decir una tontería, cuando es sencillamente imposible aprender sin cometer equivocaciones. Es la base del aprendizaje. Un bebé comienza gateando y poco a poco aprende a sostenerse en pie, a dar un paso y luego otro… en ese proceso se cae de culo innumerables veces y los adultos les acompañamos en ese camino disfrutando de ser testigos de su desarrollo. Hay que permitir el gateo y el balbuceo en el aprendizaje pero, ojo, no hay que conformarse con ello, sino facilitar el desarrollo de las capacidades mediante el trabajo. Lo contrario, sería no respetar ni tomar en serio a nuestros alumnos.
  5. Reforzar la capacidad de asombro y descubrimiento en las clases de ciencias (las verdaderas motivaciones profundas del quehacer científico). La enseñanza de las materias científicas deben dejar de transmitir una “visión acabada” del mundo. Con esto quiero decir que no se debe poner el peso de la clase en la memorización de teorías y conceptos perfectamente perfilados, transmitiendo así la falsa idea de que todo lo real está descrito y explicado y que no hay nada emocionante que hacer. Este desarrollo de la capacidad de exploración se extenderá a otros ámbitos porque los alumnos, aunque a veces los tratemos como si lo fueran, no son joyeros con compartimentos estancos.
  6. Acompañar y estimular la celebración de las múltiples posibilidades que ofrece la vida y el reconocimiento y desarrollo de los propios talentos. Sin duda, la parte más gratificante de nuestro trabajo, aunque a veces nos perdamos entre tanto cálculo de porcentaje y trazos en bolígrafo rojo.
  7. Aprender a seleccionar información y a concentrar la atención en ella. Las nuevas tecnologías y el acceso a internet nos permite acceder a un universo de información, por eso es tan importante desarrollar criterios para seleccionar información, so pena de ahogarnos en un mar de datos. Todos hemos experimentado alguna vez lo que ir saltando de web en web y pasar varias horas dando vueltas de modo casi compulsivo, para terminar con una sensación de no haber hecho nada valioso y de casi haberse faltado el respeto a uno mismo. Nuestro tiempo es siempre limitado, no podemos leerlo todo: hay que seleccionar la información y después analizarla y trabajar con ella para producir algo personal. Eso exige tiempo y atención. El fast-food informativo puede provocar una indigestión y una persistente desnutrición. Hay nutrientes esenciales que solo los obtenemos a través de la atención, el análisis pausado, dándonos un tiempo para saborear y digerir los alimentos. Pero, ojo, internet no es el problema sino una herramienta que hay que aprender a manejar y un medio en el que hay que saber moverse.
  8. Enseñar el valor de la madurez, frente a una exaltación superficial del hecho de ser joven. Cumplir años es sencillamente una desgracia para la mayoría de las mujeres y cada vez lo es más también para los hombres, aunque a ellos se les asignan cualidades positivas como la madurez, la estabilidad, la experiencia… El mundo de la madurez femenina parece en cambio reducido a tena-ladys, cremas antiarrugas y yogures para combatir la osteoporosis. Ante semejante panorama, ¿por qué va a querer una chica madurar y crecer? No estamos educando a nuestras niñas, ni a nosotros mismos, en la maravilla del crecimiento y de la experiencia. Es urgente para la felicidad colectiva reconocer el valor de todos los ciclos de la vida, explorándolos y celebrándolos. En ese sentido, casi echo de menos disponer de ritos de paso.
  9. Terminar con el tabú de la muerte en la educación. Como bien dice Agustín de la Herrán, un verdadero maestro, educar de espaldas a la muerte es no educar para la vida. El reconocimiento de la finitud de nuestra vida tal y como la experimentamos puede ser la puerta a una vivencia más auténtica y comprometida.
  10. Romper con el exceso de actividades extraescolares y de deberes. Los chicos deben tener tiempo para la introspección, para “no hacer nada”, algo que debe empezar a cultivarse desde pequeñitos. Tener tiempo para mirar alrededor sin que sea para satisfacer alguna necesidad primaria. Este “no hacer nada” no equivale a tumbarse frente a la tele ni a dormir la siesta, sino a estar atento a la realidad, contemplarla y permitir que nos “hable”. Conlleva, además, aprender a estar solo y el cultivo del bendito silencio.

Todo esto, y muchas otras cosas que se nos irán ocurriendo entre todos, debería facilitar una apertura a la realidad, una des-egotización. Me permito hablar sobre ello sencillamente porque he conocido la experiencia del sinsentido y la de la plenitud, no porque me considere adelantada o más preparada que cualquier otro. Y, aunque hay verdad en la sentencia de que solo se enseña lo que se practica no lo que se predica, los profesores no podemos esperar a sentirnos grandes maestros para arrancar. No somos gurúes, ni lo pretendemos. Somos seres humanos. Cada cual encontrará su ritmo y su manera para poder abordar la tarea de resignificar la enseñanza con honestidad. Y hay una cosa que no podemos olvidar: tenemos derecho a ser hombres y mujeres completos en medio de nuestras clases, no seres enajenados. Tenemos derecho a dudar, a “dejarnos llevar” por la emoción, a explorar, a crecer, a ser. Y es por eso la tarea educativa una oportunidad perfecta; como dijo Kierkegaard: “El discípulo es la oportunidad, para el maestro, de comprenderse a sí mismo y el maestro es la oportunidad, para el discípulo, de comprenderse a sí mismo”.[2]

Para seguir pensando: http://cetr.net/files/1298555537_guardans_conf_reto_cr_201.pdf


[1] «¿Qué constituye la enajenación del trabajo?. Primero, que el trabajo es externo al trabajador, que no es parte de su naturaleza; y que, en consecuencia no se realiza en su trabajo sino que se niega, experimenta una sensación de malestar más que de bienestar, no desarrolla libremente sus energías mentales y físicas sino que se encuentra físicamente exhausto y mentalmente abatido. El trabajador sólo se siente a sus anchas, pues, en sus horas de ocio, mientras que en el trabajo se siente incómodo. Su trabajo no es voluntario sino impuesto, es un trabajo forzado. No es la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio para satisfacer otras necesidades. Su carácter ajeno se demuestra claramente en el hecho de que, tan pronto como no hay una obligación física o de otra especie es evitado como la plaga. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo que implica sacrificio y mortificación. Por último, el carácter externo del trabajo para el trabajador se demuestra en el hecho de que no es su propio trabajo sino trabajo para otro, que en el trabajo no se pertenece a sí mismo sino a otra persona (…) la actividad del trabajador no es su propia actividad espontánea. Es la actividad de otro y una pérdida de su propia espontaneidad.» Karl Marx, Manuscritos filosófico-económicos, I

[2] Pierre Hadot. Elogio de Sócrates. “Textos de Me cayó el veinte”. México, 2006, p. 44. (Soren Kierkegaard. “Mi punto de vista”, Segunda parte, cap. I – 2, p. 52)

El verdadero heroísmo

Elegir la vida exige más valor que elegir la muerte, quien escoge la muerte en vida está preso de la cobardía.

Este febrero el luto me ha calado hasta los huesos. La muerte ha permeado mis espacios y mis tiempos. Para perderle el miedo, he deambulado mucho tiempo por un valle de sombras, caminaba tejiendo complacida mi propia mortaja; hay que estar preparada, me decía. Preparada… Me sentaba cada noche al borde de la laguna negra y metía mi pie desnudo en el agua helada. Cogía frío. Me resfriaba. Se confundían mis sentidos y mi entendimiento. Pero una voz me ha llamado hoy desde lo alto de la montaña, desde la puerta de la casa de madera. Me he girado hacia ella y he visto una sencilla figura de hombre, pero no podía entender lo que me decía. Sentía que dos manos me tapaban los oídos y que, al fin y al cabo, todo daba lo mismo. La enfermedad y la salud. El reino de los vivos y el de los muertos. No era capaz de percibir la diferencia. No quería. Así que ese hombre ha bajado hasta mí y me ha dicho con lágrimas en los ojos cuatro verdades. Ha sacado un espejo del bolsillo y me he visto reflejada a mí misma con el agua por la cintura, una lacónica barquita de papel en una mano, el cabello muy largo pegado al rostro, la piel de una palidez azulada. Y he comprendido.

Una puede permanecer apegada a la muerte en un vano intento de conocer y explicar lo inexplicable. De limitar el abismo, de hacer predecible la parca, de domesticar la incertidumbre y exorcizar la impotencia, de poner condiciones y controlar la fuerza que hace y deshace. Contemplándola todo el rato, vigilándola, se hace la ilusión de que la controla y de que no la va a pillar desprevenida. Y, sedada por ese engaño, puede costar ponerse en pie y regresar a la vida.

Un ser humano puede querer – querer morir para negar el hecho mismo de la muerte, para sentir que nada le puede ser arrebatado. Prefiere cortar él mismo los hilos que le atan a la vida, creyendo que así dolerá menos. También puede ocurrir que no quiere soltar la mano de quien ya se ha ido. Pero explicar esto último excede mi atisbo de hoy.  Quiero limitar mi comprensión para reternerla también con la razón: escoger la vida, a pesar de todo, es un acto de valor, de verdadero heroísmo, de absoluta rebeldía ante la condición humana.Y, cuando andas vagando perdida, solo la mano de otro ser humano puede sacarte mediante el amor de entre las sombras.

En honor de todos los hombres y mujeres que nos despiertan a la vida para ser héroes y heroínas. En honor de mi héroe.


La misión

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En un post de hace un par de días intentaba exprimir mi experiencia como profesora y condensarla a grandes rasgos en unas enseñanzas sencillas y breves, como piedras preciosas en bruto, en espera de ser pulidas. Acometía así un ejercicio de reflexión personal, una revisión en busca de lo esencial, y lo hacía en público porque la regeneración de la enseñanza debe ser y será una tarea colectiva, o no será.

En uno de esos apuntes aludía al cariño como motor de cognición, al establecimiento de vínculos afectivos con los alumnos y a la apertura del docente al sentido. Podía haberlo llamado amor. Ya es hora de perder el miedo a las grandes palabras, sin que ello acarre carencia de sutileza y capacidad crítica. Para eso está la filosofía.

Hoy, buscando una lectura con la que iniciar el día y reposar mi espíritu inquieto esta semana -intuyo que por buenas razones- me he encontrado con estas palabras del filósofo Edgar Morin, que refuerzan mi concepción de la tarea docente:

«¿Quién educará a los educadores?» Será una minoría de educadores, animados por la fe en reformar el pensamiento y regenerar la enseñanza. Serán unos educadores que tengan interiorizado ya en ellos el sentido de su misión. (…) La enseñanza debe volver a ser no solo una función, una especialización, una profesión, sino una tarea de salvación pública: una misión.

Una misión de transmisión.

La transmisión necesita evidentemente competencia, pero requiere además una técnica, un arte.

Necesita lo que no está indicado en ningún manual, pero que Platón ya había señalado como condición indispensable de toda enseñanza: el eros, que es a la vez deseo, placer y amor, deseo y placer de transmitir, amor al conocimiento y amor por los alumnos. El eros permite dominar el placer ligado al poder en provecho del placer unido al don. Esto es lo que en primer lugar puede suscitar el deseo, el placer y el amor del alumno y del estudiante.

La misión supone evidentemente la fe, fe en la cultura y fe en las posibilidades del espíritu humano.

La misión es pues muy alta y difícil, puesto que supone al mismo tiempo arte, fe y amor.

Este texto pertenece al libro La mente bien ordenada, en la que el autor reivindica la necesidad de una reforma del pensamiento que supere los problemas derivados de la hiperespecialización, en pro de una visión global y esencial. Morin cree, y yo con él, que en este desafío será de radical importancia enseñar la condición humana, enseñar a vivir, y que los filósofos debemos encarar dicha tarea, sin por ello abandonar las investigaciones que nos son propias.

LA FILOSOFÍA DE LA VIDA

El aprendizaje de la vida debe dar a la vez la conciencia de que la “vida verdadera”, para adoptar la expresión de Rimbaud, no se halla tanto en las necesidades utilitarias de las cuales nadie puede escapar, sino en el cumplimiento de uno mismo y la calidad poética de la existencia, que vivir requiere de cada uno a la a la vez lucidez y comprensión, y de manera general la movilización de todas las aptitudes humanas.

La enseñanza de la filosofía podría revitalizarse para el aprendizaje de la vida. Podría proporcionar entonces como viático para el camino de los productos más preciosos de la cultura europea: la racionalidad crítica y autocrítica, que precisamente permite autoobservarse y facilita la lucidez, y, por otra parte, lo que aparecerá en el capítulo siguiente, la fe incierta.

De este modo, la filosofía, recobraría grande y profunda su misión al contribuir a la conciencia de la condición humana y al aprendizaje de la vida. Como ya lo indican los gabinetes y los cafés de filosofía, la filosofía toca a la existencia de todo el mundo y a la vida cotidiana. La filosofía no es disciplina, es una potencia de interrogación y de reflexión que no sólo versa sobre los conocimientos y la condición humana, sino también sobre los grandes problemas de la vida. En este sentido, el filósofo debería estimular en toda parte la aptitud crítica y autocrítica, fermentos irremplazables de la lucidez, y animar por doquier a la comprensión humana, tarea fundamental de la cultura.

En eso estamos. A esta percepción de la tarea y misión de la filosofía, cada vez más extendida y mejor asimilada, unimos nuestros esfuerzos.




Di no a la conciliación de la vida personal y la vida laboral

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Inspirada en una frase del post Conciliación de mi amigo Noeseso -que conviene leer por los relevantes y críticos datos de los que se hace eco y que espero comentar más adelante- me descuelgo con el eslogan juguetón que da título a este post.

Nótese que verbo es el que siempre se emplea al abordar la irracionalidad de los horarios españoles, los problemas derivados de las largas jornadas laborales y la incorporación de la mujer al mercado de trabajo es conciliar. Veamos la definición de la RAE:

1. tr. Componer y ajustar los ánimos de quienes estaban opuestos entre sí.

2. tr. Conformar dos o más proposiciones o doctrinas al parecer contrarias.

Como diría mi amigo, no es eso. No se trata de componendas, ajustes o “conformaciones”. El problema no radica en la forma sino en el fondo. Porque mientras abordemos la cuestión con esa pobreza de miras estamos condenados al absurdo.

Quien habla de conciliación, usa una palabra pequeña y expresa un pensar pequeño, porque asume que se trata de ajustar horarios (re-partirse), sin tener por ello que pensar demasiado ni profundamente, sin tener que revisar los supuestos en los que se basa el modelo laboral ni de sociedad en el que nos movemos, sin tener que filosofar.

Para el gestor de la conciliación se trata de coordinar dos actividades definidas por el eje dentro-fuera. Ya lo decían Epi y Blas. Epi: estoy dentro de casa (vida familiar y personal), Blas: estoy fuera de casa (vida laboral). Se trata por tanto de dos estados espacio-temporales excluyentes, actividades  contrarias porque se lastran la una a la otra, tiran en direcciones -que no sentidos- opuestas. Y en medio, el ser humano, enajenado, como un muñeco de trapo zarandeado por dos niños que se pelean por él. Re-partido.

Un enfoque tan pequeño solo proporciona respuestas pequeñas, pseudosoluciones. De lo que se trata es de pensar en grande, de filosofar. Necesitamos proyectos creadores de sentido, capaces de comprehender todas las dimensiones del ser humano sin fragmentarlo en una yuxtaposición/superposición de actividades y estados discontinuos y deslavazados, o lo que es peor, opuestos, como apunta el afán conciliador.

Yo no quiero conciliar mi vida personal y profesional, lo que quiero es un proyecto vital -generador de consecuencias que deben ser escuchadas e implementadas- capaz de dotar de un sentido unitario a estas dos dimensiones.

En el mismo barco. Bajo el mismo cielo.

198 días

Saludos, viajero.


Vuelvo al blog tras seis meses de trabajo como profesora. Durante ese tiempo he estado publicando en otra bitácora, Las ideas de los náufragos, mi espacio de encuentro con los alumnos en la red. El nombre del blog se lo debo a este inspirador texto del filósofo español Ortega y Gasset:

“El hombre de cabeza clara es el que se liberta de esas ‘ideas’ fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad -a saber, que vivir es sentirse perdido-, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a lo que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad”.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.

El nombre “Las ideas de los náufragos” resultaba doblemente adecuado para el blog de clase. Primero, por el significado que adquirió el anterior fragmento en un momento dado de mi biografía -como también sucedió con el poema de Hölderlin que contiene el verso que da título a este blog-. Segundo, porque iba a enseñar Filosofía a adolescentes, una etapa de la vida que tiene algo de la autenticidad y radicalidad del naufragio orteguiano: la actitud de búsqueda tras el derrumbamiento de los valores y formas vitales que se creían seguras, la tendencia a la duda y la problematización, la apertura a nuevos mundos… Ya es hora de dejar interpretar la adolescencia bajo el esquema de la carencia y de reconocer lo que de despertar filosófico hay en ella.

Esta tarde he querido sentarme ante el ordenador, recoger los frutos de mi particular vendimia y moler la uva. Obtengo así un primer mosto, que comparto con vosotros. Otros pasos habrán de darse para elaborar el vino.


  1. Mírales. Es así de sencillo: si miras de verdad a los alumnos, te mirarán. Si les escuchas, de verdad, te escucharán. Si te entusiasmas, responderán con entusiasmo. Insisto en puntualizar “de verdad”, en subrayar la necesidad de un ejercicio auténtico de los sentidos para suscitar empatía, porque huelen la farsa, la incongruencia y la improvisación mal entendida a kilómetros. Lo cual está bien para no caer en la enajenación personal y en una suerte de absurdo teatrillo.
  2. Éste no es un trabajo con muchas vacaciones. Esta profesión está rodeada de tópicos. El de que los profesores apenan trabajan es uno de ellos. Mi experiencia ha sido totalmente la contraria. La docencia exige verdadera entrega para resultar exitosa y eso incluye el trabajo fuera del centro docente, muchas veces en fines de semana y vacaciones.
  3. Si no estás dispuesto a querer a los alumnos, busca otro trabajo. Existen muchos prejuicios y temores asociados al establecimiento de vínculos afectivos con los alumnos pero lo cierto es que el cariño propicia la apertura cognoscitiva y es motor del aprendizaje. Si tú no te das, no esperes que suceda nada digno de mención en clase.
  4. No pongas tu autoestima personal en el reconocimiento por parte de tus alumnos. Perderás tu libertad y tu capacidad de discernimiento. A todos nos gusta ser queridos pero tener como objetivo la aprobación de los alumnos es una perversión de la tarea docente que te limitará en todos los sentidos.
  5. Acepta el reto de ser tú mismo en clase. Es un desafío, ciertamente. En general, resulta más fácil adoptar un rol, con frecuencia heredado de nuestra propia experiencia discente, que nos protege frente a un entorno que percibimos como hostil.  Además, hay quien dice que es mejor  mantener una actitud impersonal para evitar sentir simpatías y antipatías que acabarían imposibilitando la objetividad a la hora de evaluar. A eso lo llamo yo autoengaño;  esos sentimientos naturales se producirán de igual modo, pues somos humanos en medio de nuestras clases. La relación con el alumno desde un yo auténtico solo puede ser motor de ecuanimidad.
  6. Por ello, conócete a ti mismo. Adopta esta máxima como principio didáctico guía. Verás que la docencia es una vía de autoconocimiento idónea. Permanece atento en medio de tus clases: observa qué miedos mueven tus acciones, cuáles son tus fines y presupuestos, qué creencias guían tu comportamiento como docente y tu relación con los alumnos.
  7. No hagas pseudo-preguntas. Un error muy frecuente entre los docentes es plantear falsas preguntas, preguntas de las que ya saben, o creen saber, la respuesta, como si fueran verdaderos interrogantes. Los alumnos, como los adultos, perciben las falsas dinámicas de comunicación y no entrarán en teatrillos mediocres y mal compuestos. Solo la verdadera pregunta y  la búsqueda de la verdad es movilizadora. O, en todo caso, las pseudo-preguntas solo activan el patrón del alumno «aplicado», perverso para ambas partes e hipotecador del futuro del alumno en cuestión.
  8. Ojo con los “buenos chicos”. Suele decirse que los buenos alumnos no necesitan a los profesores pero lo cierto es que nos necesitan y mucho. Primero, porque está extendida una concepción del buen alumno terriblemente errónea, sinónimo de complacencia, sumisión y predictibilidad. Estos jóvenes, muy identificados con su rol de alumno aplicado y de sobresaliente, necesitan profesores que les cuestionen y que les saquen de su inercia desfondada, de su automatismo y de su complacencia. No deberíamos premiar la obediencia sin sentido, el conformismo y la capacidad para satisfacer deseos de dudosa legitimidad de los profesores. Nos estamos cargando a gente con altas capacidades, a los que convertimos en bonsáis para nuestro recreo. Deja que florezcan y si has de podar, hazlo con sumo cuidado y respeto.
  9. No les presentes cadáveres como alimento. Esto sirve especialmente en las clases de filosofía pero creo que puede hacerse con todas las materias. Los contenidos deben ser presentados como problemas no resueltos, no como objeto de memorización mecánica. En el caso de la filosofía, resulta sorprendente ver la naturalidad con la que los alumnos abordan grandes cuestiones como  la muerte, el sentido de la vida, la búsqueda de la felicidad o la sociedad, con la condición de que el profesor esté realmente  + pensando + junto a ellos + con honestidad.
  10. Acepta la incertidumbre como parte necesaria y productiva de tu trabajo como docente. Renuncia al control total en el aula, si quieres que suceda algo es imposible hacerlo en un clima en el que nada escapa a tu previsión. Ese impulso obedece a tus propios miedos, pero no es una buena guía para la educación. La base actitudinal no es el control, sino la confianza.
  11. Piensa tu materia a lo grande. En primer lugar, busca la conexión de tu asignatura con la vida, y evita planteamientos pobres. En segundo, asume la interdisciplinariedad como principio didáctico, no es solo una palabra de moda sino una forma de enseñar la realidad, pues el mundo no está dividido en compartimentos estancos; asume la complejidad y las interconexiones en tu metodología. Y, por último , date cuenta de que el método más seguro, y quizá el único, para despertar la creatividad de los alumnos es siendo tú mismo creativo en tu forma de trabajar. Piensa lo impensable.
  12. Trabaja en equipo. Crear vínculos con otros profesores dará alas a tu trabajo por muchas razones: posibilidad de sinergias, apoyo emocional, etc.
  13. Inspírate en una red. En internet encontrarás foros y blog de profesores que viven de forma creativa e ilusionante su tarea. Contacta con ellos y teje una red. Hay mucha gente que trabaja activamente por cambiar y mejorar la educación.
  14. Usa las TIC de forma creativa. Las TIC abren un mundo de posibilidades pero no caigas en el error de creer que basta con poner un video para abrir las mentes de los alumnos. No se trata de cambiar la pizarra por el proyector. Eso en sí mismo no es innovador, o lo es solo de manera trivial. Hay que generar formatos nuevos sobre presupuestos diferentes. Explora.
  15. Emancípate. Las técnicas didácticas pueden ser de ayuda, sobre todo la comunicación a este respecto con otros profesores, pero lo ideal es que vayas generando tu propio estilo y metodología, como un fruto que nace de forma natural de lo que tú eres. Si no, incluso la más liberadora y creativa de las didácticas puede ser otra forma de alienación y de desconexión de ti mismo.
  16. Detrás de todos y cada uno de los alumnos problemáticos hay una familia –y una sociedad- que lo explica. Sobre todo en los primeros cursos de la ESO, he visto a los alumnos muy nerviosos, ansiosos, con comportamientos crueles y abusivos sobre los más débiles y con actitudes machistas y racistas. Ellos son el reflejo de sus mayores, lo que debería darnos qué pensar. Debemos esforzarnos por comprender antes de juzgar y etiquetar.
  17. Se enseña lo que se practica, no lo que se predica. Si, por ejemplo, tienes prejuicios machistas o racistas ¿cómo pretendes educar para evitar la discriminación en el alumnado? Lo primero debe ser el autoexamen y el autoconocimiento. No hay nada más absurdo que pretender enseñar lo que se desconoce. El pastiche resultante es desolador.
  18. Gestiona los lastres. Pueden adoptar múltiples formas: exceso de burocracia (actas, listas, evaluaciones, circulares, reuniones de dudosa utilidad…), una dirección castrante, programaciones absurdas… Son uno de los principales factores para caer en el desánimo. Hay que identificarlos y no permitir que resten energías.
  19. Aliméntate. Este trabajo está muy volcado hacia los otros –ya dijo alguien que la didáctica no es una forma de hacer, sino una manera de darse-, por lo que es necesario no descuidar el propio alimento. Dedícate tiempos y espacios de reflexión, meditación, contacto con la naturaleza y el arte o de cualquier otra vía para nutrir tu vida creativa. Es muy importante.
  20. Busca un sentido profundo a tu trabajo,  o prepárate para el síndrome de burn-out. Ni el más innovador de los programas anti estrés puede evitar el desgaste que produce la falta de sentido profundo de tu trabajo. Una vez más, piensa a lo grande. Filosofa.


Y ahora… que fermente.