Yo no soy el poema

Han sido muchas las veces en que no me he sentido reconocida en las razones que frecuentemente da la gente para escribir. Ni en los porqués ni en los cómos. Por eso nunca me visto como aprendiz de escritora ni nada parecido. No solo porque me faltara capacidad, sino también porque no me sentía reconocida en la etiqueta.

Hace un año, empecé a coquetear con la idea de aprender a escribir ficción y, aunque yo sospechaba de la inutilidad de los cursos que insisten en el aprendizaje de técnicas literarias, me apunté a un curso online (lo bastante online como para poder huir cuando fuera necesario). A la tercera semana, empecé a sentir que hacía los deberes. No había placer. La tarea de imaginar un personaje, trama, ambiente, etc. me parecía tan tediosa como innecesaria. Concluí que no era lo mío y que escribir era solo una afición.

A lo largo de los últimos meses he empezado a ver las cosas desde otro punto de vista. Tengo la impresión de empezar a comprender “todo este asunto de la escritura”. Para empezar, he de reconocer que he empezado a escribir poemas, algo que jamás en mi vida me he propuesto. Y es que yo no leo habitualmente poesía. De hecho, en los últimos años casi no leo nada que no tenga que ver con la preparación de las clases de filosofía que imparto o con mis proyectos de filosofía práctica. Ocurre también que cuando leo poesía y me parece buena, por ejemplo Pizarnik o Chantal Maillard, me dan unas ganas locas de escribir y lo dejo a medias. Y peor aún: cuando lo que leo es una novela larga acabo perdiendo el interés. Esto debe ser una suerte de pecado, pero como decía Parménides y me recordó una amiga tomando un té en el café Matilda el jueves pasado: “lo que es, es y lo que no es, no es. Y ya”. No he conseguido terminar los libros de Saramago El viaje del elefante y La caverna, aún cuando Ensayo sobre la ceguera es uno de los libros favoritos y me lo leí de una sentada. Será que tengo un atracón de tanta infancia y adolescencia entre manzanas y libros. No lo sé. Lo que nunca he dejado de hacer, si bien esporádicamente, ha sido escribir impresiones a modo de diario. Puede que sea la única cosa constante en mi vida desde que mi padre me regaló un diario de Hello Kitty cuando cumplí los 10.

En algún momento del pasado año, creo, empezó a pedirme el cuerpo darle al enter en lugar de escribir de corrido. Eran composiciones fruto del momento, improvisadas y breves. Las llamé impromptus. Los releo y veo de qué pie cojeo: autocomplaciencia, intento de control y de estirar cuando la energía del primer pensamiento (el verdadero poema) ha muerto… Empiezo a comprender también las verdaderas razones por las que merece la pena escribir. Me veo como una radio. No es que yo produzca la música. Yo sintonizo una frecuencia y la hago audible (con más o menos claridad o llena de interferencias).

Hace un par de semanas encontré casualmente un libro que no había podido llegar en mejor momento: El gozo de escribir, de Natalie Goldberg. Fue escrito en 1993 y es maravilloso. Explica con claridad el sentido profundo de la escritura, algo que yo solo había intuido mediante metáforas. Me siento agradecida a Natalie por sus grandes lecciones de dos páginas.

Una de las cosas que ella recomienda, además de practicar sin parar y en todos sitios, es escribir sin detenerse a releer lo escrito. Con esto quiere evitar la censura, el dejarse paralizar por el miedo o la vergüenza, el control sobre lo escrito. Habla de no confundir al creador con el revisor. Me gustó la idea y la he puesto en práctica. Escribo de un tirón y lo dejo unos días. Luego vuelvo y miro si hay algo interesante en el texto. Es el momento de hacer el “samurai”, como ella dice. La escritura debe ser precisa y transmitir verdad y es fácil encontrar frases falsas que se ve que están medio muertas. Esas mejor quitarlas. Intentar arreglarlas es como intentar que un caballo muerto se levante a base de palos.

Otra cosa en el que coincido con Natalie es en la percepción de que yo y mis escritos no somos la misma cosa. Me libero de la presión de pensar que lo que escribo me identifica y que debe haber una total correspondencia entre entre lo que digo y lo que soy o pienso.  El texto no me representa, es el resultado de haber estado despierta en un momento dado. Sencillamente capté algo. Luego lo abandono y sigo. Yo no soy el poema.

Esto me permite además liberarme de la idea de que escribo más y mejor cuando van mal las cosas (me refiero a poemas, etc., claro). El otro día estaba con mi pareja felizmente compartiendo habitación. Él dibujaba, yo quería escribir (en compañía, otra novedad que estoy probando) y me pregunté: “ahora que me siento feliz, en paz y que no echo nada en falta ¿podré escribir, tendré algo que decir?”. Y me dije: «tú mantén los dedos en movimiento y lo que tenga que ser será». Y eso hice. Y el resultado fue esto. De un tirón, sin releer. A lo Natalie. Para mi sorpresa y también para mi tranquilidad, aunque me parece que tras la labor de revisión y las correcciones efectuadas, ha perdido su fuerza original.

No tengo ni idea de las cosas sobre las que voy a escribir en el futuro pero me da lo mismo. Aquí estoy para lo que me quiera llegar. Sé que algunos tenéis la generosidad de deteneros en mis cosas. Y yo os lo agradezco. Vuestros comentarios amigos me están haciendo tomar conciencia del hecho de la práctica de la escritura. El que me estéis alentando lo hace más real. Abro una nueva categoría para distinguir en el blog al homo o mulier prosaicus de la poeticus: «Ejercicios de escritura», la he llamado.

 Gracias por recoger al vuelo las hojas que voy soltando.

Sobre el fuego

El goce y la inocencia son las dos cosas más púdicas:

ninguna de las dos tolera ser buscada.

Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

Toda búsqueda espiritual voluntariosa está condenada a volverse contra uno.

No hay modelo, ¿sabes? No hay nada que debas ser o hacer. No hay ningún dibujo que copiar ni hileras de puntitos para guiarte. Y te empeñas en coger un punzón e ir pinchando como solías hacer en el colegio, destrozando el papel hasta extraer una silueta mordisqueda. La vida, la sabiduría, el amor es libertad pura, ¿eras capaz de atisbarlo?

No hay nada que debas hacer. ¡Si al menos comprendieras esto! Dejarías de ir de un extremo a otro: de la pretensión de luz al deseo del abismo.

Los mismos medios que me han ayudado a alcanzar algo de paz en estos años, los mismos libros y prácticas, son los obstáculos que me alejan de la vida auténtica. Por eso me rebelo. Y se rebela mi cuerpo y mi tembloroso corazón. Por eso surge dentro de mí el fuego devorador de ese exceso de “conciencia”. En principio lo juzgué como  un impulso destructivo indeseable. Y me entristecí. Ahora entiendo que es fuego purificador. La noche y sus tinieblas se instalan en mi pecho para mostrarme lo poco que iluminan mis pequeñas velas. Yo corro a protegerlas del viento con las manos ¡y estoy a la intemperie en un inmenso desierto! Las vísceras me fuerzan a desasirme de la falsa paz, protestan porque no hay sitio para ellas en ese invernadero de bonsais. ¡Alma enana, alma asfixiada!, parecen gritarme denunciando la impostura del “tú debes”. Y lo hacen enérgicamente porque solo así le escucho. Solo así parezco tener tiempo.

Quise, y es comprensible, una espiritualidad donde el orden entre dar y recibir fuese claro; y me olvidé de la gracia, de la gratuidad, de la confianza. Cultivé un erial de razones secándose al sol.

Así que:

Bendigo la borrachera

bendigo la taquicardia

bendigo el rostro amanecido a media tarde

y el dominio de los impulsos sobre las razones.

Bendigo a todos los que me han visitado en las últimas dos semanas. ¿No es la auténtica hospitalidad saber recibir al extranjero, al que no se conoce, al incluso amenazante? Lo otro, abrir la puerta al conocido cuando ya sabes que rédito ha de darte, es solo cálculo. Negocio.

Bendigo, por fin, la poesía que reside en cada pliegue de la vida. Que hace habitable el mundo y lo empapa de sentido.

Las palabras, cuando brotan, son buenas para descubrir la impostura. Iluminan y también queman. Como el fuego los rastrojos en los campos.

En realidad, si no pretendieramos nada, vivir la sabiduría sería mucho más sencillo, pues -aquí está el secreto- creo que no hay que esforzarse en buscar ni empujar nada. Aquello de lo que hablo tiene su propio Ritmo y no se presta a cálculos ni a indulgencias. Si a algo ha de asemejarse es a un nacimiento, al ciclo de las estaciones, a la belleza, sencillez e integridad de la naturaleza. Ay, ¡¿cuándo el día en que el río vuelva a ser río y las montañas, montañas?!