Despierta

Despierta, mucho más que antes cuando no dormía,
se ha levantado la piel sobre abstracciones
y ha dicho más
y ha dicho entra.

Alerta, vibrante, precisa la tensión en puertas
de ser tocada.

Lo que antes era un lugar, ahora es órgano vivo.

Tú tienes miedo, avanzas con cuidado, te detienes. Pero hoy mi hambre es nueva y tú la sientes. Rendido, cierras los ojos. Ya estás conmigo.

Notas para una novela improbable

– Eso son cebollas bravas.

– ¿Bravas?, susurro extrañada.

– Y esto es anís.

– Se puede chupar, ¿verdad?

– ¿Chupar? No, que yo sepa… Y eso de allí patatas, ¿las miras?

Yo ni las miro ni las veo. Contemplo la ramita de eso que él llama anis sobre la palma de mi mano. En mi tierra no es así. Acerco la punta de la lengua al tallo cortado. El sabor es el mismo.

– No sé sobre qué voy a escribir aquí… No lo sé aún. Todo esto -digo mirando a mi alrededor- me lleva al silencio.

– ¿Al silencio?

– Sí.

– A ver, yo no sé mucho de eso, pero podrías empezar hablando de los árboles, describiendo los campos y las casitas, el cielo… y seguro que ecuentras algo a lo que sacar punta. No sé si me explico… Es que a veces pienso que no me explico bien.

– Sí, te has explicado bien.

Las nubes cruzan rápidas el cielo. El sendero, hecho de fragmentos de conchas de mejillones, cruje bajo la suela de nuestros zapatos.

– A ver si llueve, dices. Andas preocupado por el pequeño pino moribundo que habíamos plantado en el monte esa mañana. Insistías en que necesitaba agua, e incluso a media tarde habías propuesto volver con un caldero (y yo te miré horrizada desde el sofá).
– Ua ua uaa… entono invocando la lluvia.
– Me encanta cuando haces el tonto, estás tan simpática…
– ¿En serio?
– Sí. Y me encantas así, natural.
– ¿No te da miedo verme fea?
– ¿Fea? ¿Eso cómo puede ser?
– No sé, con mala cara, sin pintar…
– ¡Ah, no! Te prefiero así. Eres tú. Lo otro, el maquillaje, o el ir emperifollada -hablas despacio, como si analizaras algo muy complejo- no sé, para mi manera de pensar es engañar.
– Sí. Supongo que en realidad soy un poco así, como me ves hoy.
– ¿Cómo un poco? Eres así, si no, pues no serías así.
– Tienes razón.

Al llegar al coche, nos apoyamos en el capó. Una alfombra de algas verdosas amortigua el sonido de las olas en la orilla. Fonso saca una bolsita de pipas y yo miro hacia la vieja mejillonera de la playa de Canaval. A mis ojos, esa construcción alberga un halo de misterio. Hacía un rato habíamos estado explorándola. Yo al menos, exploraba, supongo que él paseaba y recordaba su infancia. Saltábamos al mar desde el tejado, dijiste. Yo había fotografíado los enormes eslabones de cadenas acumulando robín, las redes amontonadas, cuerdas casi tan gruesas como mis muñecas, la preciosa pintura azul descascarillada de una barca. De repente pienso en los hombres que trabajan allí. En el olor pestilente del suelo cubierto por restos y conchas. En cómo de extraña les resultaría mi sensibilidad hacia sus aparejos, hacia su chalana azul. Pienso que me siento extranjera pero en casa. Pienso en mi vuelta a Madrid.

-Deixate de lideiras…

-¿Lideiras? ¿eso qué es: dar vueltas?

-Si.

-No le daba vueltas a nada, joder. Solo…

-Ay, ay, solo… siempre dando vueltas a la cabeza.

-Solo pensaba que no quiero irme.

-¿No quieres irte?

 

Amo a un hombre que no lee

Leí esto.  Me dije: ya estamos con el mito de la ilustración versión posmoderna. Me fijé en la idea de la lectora que se ha convertido en espectadora de su propia vida y pensé en alguien que no lee pero que sabe vivir la vida en primera persona, desde dentro, bien pegado a su sustancia y a sus ritmos, a su falta de notas al pie y a su sintaxis enrevesada. Afortunadamente, formas de vida auténtica hay muchas, y los libros bajo el brazo no garantizan nada. A veces, de hecho, son solo impostura.

Después, escribí esto:

Yo antes quería a los hombres que leen.
Yo misma llevaba literatura bajo la falda, bien pegada a las bragas, que se mojaban cuando tú decías Lo-li-ta.
Ahora amo a un hombre que no lee ni lo hará nunca.
Un hombre que no consigue descifrar mi letra, y espera semanas mi regreso para que yo se la lea.
Un hombre que me escribe sencillas palabras de amor en papel cuadriculado y lo esconde entre mis libros.
Un hombre que escucha, con un silencio hecho de brazos.
Un hombre que siempre tiene la frase exacta, la que nadie pronunció nunca, contundente y breve, repetida tres o cuatro o cinco veces, hasta que entra en esta dura cabeza mía, que a veces es sorda, o ciega, o impenetrable.

Yo, que antes dormía en una cuna hecha de citas, descubro en su lengua imperfecta el lenguaje perfecto del amor -plástico, material, elevado y rudo, sencillo y lleno de pliegues- y en los gestos de sus manos, que nunca sostienen libros. TÚ, que nunca los hueles ni los acaricias, sino que das forma a la madera que los alberga. Tú, que aspiras el olor del barniz y llegas a casa cansado de él y hambriento de mí. Tú, que cuando humedeces la yema de tus dedos no es para pasar las páginas.
Y recuerdo con ternura al amor de mi vida, siempre con un libro en el regazo, y te miro conduciendo y entiendo que ya no es el amor de vida. Que ahora solo me importas tú.
Tú y tus ojos siempre despiertos. Tú y tus ojos, que solo me leen a mí.

Resistir a Ayn

Esta mañana, mientras me tomaba un reconfortante Earl Grey en la única taza limpia que quedaba en la cocina (la vieja taza de Cambridge), he encontrado este artículo en Café y Cigarrillos sobre Ayn Rand. Al momento, he recordado que la nueva revista Filosofía Hoy dedicaba un reportaje a esta pensadora en su tercer número, como bien ya señalaba Eduardo en su post. Así que, armada con un lápiz Grass Green 4700 he dedicado unos minutos a su lectura. Entraba el sol por la ventana y la textura algo áspera de las páginas me resultaba agradable. Viva la materia cuando la materia es buena.

Antes de compartir lo que me ha sugerido el artículo, tengo que advertir que no conozco a fondo el pensamiento de Ayn Rand, solo algunas de sus ideas clave. Afortunadamente esto no es una revista académica. En mi blog tomo notas y comparto impresiones. Así que sin más preambulos me atrevo a decir mi «tesis»: Ayn Rand no llegó a entender prácticamente nada.

Una de sus ideas principales es que la razón es el único medio por el cual las personas perciben la realidad, su única guía para actuar y su medio básico de supervivencia. Hoy en día sabemos que lo cognitivo no está disociado de lo emocional y empieza a subrayarse la importancia de la llamada Inteligencia Emocional. Y es que el ser humano no es solo Homo sapiens sino también Homo demens, Homo ludens, Homo poeticus…

Un par datos del reportaje me han llamado particularmente la atención. Cuanta su biógrafa que Rand tuvo a aceptar la soledad que acarrea el ver con más claridad que los demás (?) y que llegó un momento que antes de aceptar que le presentaran a alguien solo preguntaba:

¿Es inteligente?

Permitidme  que me ría, este gesto me parece de una arrogancia propia de la adolescencia. Además, la verdadera lucidez nunca conduce al aislamiento, solo el exceso de “autoconciencia”, entendiendo por esto el apego a las propias creencias sobre uno mismo y sobre el mundo. De hecho, pienso que la madurez humana podría describirse  como la comprensión profunda de nuestra integración en la realidad. A mí más bien me da la impresión de que Ayn Rand no veía más allá de sus narices.

Otra cosa reveladora es que, según cuenta la revista:

sus ideas [..] generaban en los adeptos una suerte de embriaguez que solo se saciaba con una dosis permanente de mensaje magistral

Si esto es realmente así, el Objetivismo de Rand adquiere tintes de secta, no de filosofía. El filósofo nunca adoctrina ni embriaga sino que estimula el ejercicio del pensamiento autónomo. Creo que fue a Mónica Cavallé a quien le oí decir que la filosofía es exactamente lo opuesto a la sugestión. Argumenta no seduce. Y desde luego no fomenta el culto a la personalidad. Esa manera de entender el magisterio es perversa.

Rand comenta en la entrevista que recoge el post que ha originado esta reflexión que la moral no debe basarse en el autosacrificio, sino en el egoísmo. Coincido en la primera parte de su tesis. La bondad, la buena acción no surge de la negación ni del sacrificio sino del amor, fruto de la comprensión profunda de la esencia de la realidad y del ser humano. Los valores, como ya dije en un post anterior, no se inculcan sino que surgen de una experiencia de contacto con la realidad. Lo demás es íntima farsa.

Siendo el egoismo racional la virtud fundamental según Ayn, sobra decir que el sistema por el que aboga es un capitalismo absolutamente radical. Afortunadamente este modelo comienza a ser criticado desde el propio mundo empresarial. Empieza a reivindicarse el valor de la cooperación, los enfoques win-win, el concepto de empresa abierta, la crítica a la deshumanización e inmoralidad del sistema… Ojalá las ideas de Ayn Rand no perduren en el tiempo. Sería buena señal.

Como contraste a las ideas de esta pensadora, cito un fragmento de Ernesto Sabato que Nieves Soriano nos regala hoy en su sugerente Desde París a Buenos Aires. Con estas ideas sí merece la pena empezar el día. Resistencia. Resistencia a Ayn.

En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás […]

El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del nacimiento de los niños […]

Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema […]

Pero esto exige creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al sentido de la responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro hombre, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren, que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días […]

Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los efectos. 

El que tenga oídos que oiga

 

¿Quién nos dio la vuelta, de tal modo que,
hagamos lo que hagamos,
estamos en la actitud del que se marcha?
Como quien, en la última colina que le muestra
una vez más del todo su valle, se da la vuelta, se detiene y permanece un rato, así vivimos: siempre despidiéndonos.

Rilke

Noli me tangere, Alonso Cano c. 1640. Szépmûvészeti Múzeum, Budapest

No tienes nada, no puedes tener ni retener nada, y he aquí lo que necesitas amar y saber. He aquí lo que corresponde a un saber de amor. Ama lo que se te escapa, ama a aquel que se va. Ama que se vaya.

Jean-Luc Nancy, Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Mínima Trotta, 2006.

 

 

 

 

La misión

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En un post de hace un par de días intentaba exprimir mi experiencia como profesora y condensarla a grandes rasgos en unas enseñanzas sencillas y breves, como piedras preciosas en bruto, en espera de ser pulidas. Acometía así un ejercicio de reflexión personal, una revisión en busca de lo esencial, y lo hacía en público porque la regeneración de la enseñanza debe ser y será una tarea colectiva, o no será.

En uno de esos apuntes aludía al cariño como motor de cognición, al establecimiento de vínculos afectivos con los alumnos y a la apertura del docente al sentido. Podía haberlo llamado amor. Ya es hora de perder el miedo a las grandes palabras, sin que ello acarre carencia de sutileza y capacidad crítica. Para eso está la filosofía.

Hoy, buscando una lectura con la que iniciar el día y reposar mi espíritu inquieto esta semana -intuyo que por buenas razones- me he encontrado con estas palabras del filósofo Edgar Morin, que refuerzan mi concepción de la tarea docente:

«¿Quién educará a los educadores?» Será una minoría de educadores, animados por la fe en reformar el pensamiento y regenerar la enseñanza. Serán unos educadores que tengan interiorizado ya en ellos el sentido de su misión. (…) La enseñanza debe volver a ser no solo una función, una especialización, una profesión, sino una tarea de salvación pública: una misión.

Una misión de transmisión.

La transmisión necesita evidentemente competencia, pero requiere además una técnica, un arte.

Necesita lo que no está indicado en ningún manual, pero que Platón ya había señalado como condición indispensable de toda enseñanza: el eros, que es a la vez deseo, placer y amor, deseo y placer de transmitir, amor al conocimiento y amor por los alumnos. El eros permite dominar el placer ligado al poder en provecho del placer unido al don. Esto es lo que en primer lugar puede suscitar el deseo, el placer y el amor del alumno y del estudiante.

La misión supone evidentemente la fe, fe en la cultura y fe en las posibilidades del espíritu humano.

La misión es pues muy alta y difícil, puesto que supone al mismo tiempo arte, fe y amor.

Este texto pertenece al libro La mente bien ordenada, en la que el autor reivindica la necesidad de una reforma del pensamiento que supere los problemas derivados de la hiperespecialización, en pro de una visión global y esencial. Morin cree, y yo con él, que en este desafío será de radical importancia enseñar la condición humana, enseñar a vivir, y que los filósofos debemos encarar dicha tarea, sin por ello abandonar las investigaciones que nos son propias.

LA FILOSOFÍA DE LA VIDA

El aprendizaje de la vida debe dar a la vez la conciencia de que la “vida verdadera”, para adoptar la expresión de Rimbaud, no se halla tanto en las necesidades utilitarias de las cuales nadie puede escapar, sino en el cumplimiento de uno mismo y la calidad poética de la existencia, que vivir requiere de cada uno a la a la vez lucidez y comprensión, y de manera general la movilización de todas las aptitudes humanas.

La enseñanza de la filosofía podría revitalizarse para el aprendizaje de la vida. Podría proporcionar entonces como viático para el camino de los productos más preciosos de la cultura europea: la racionalidad crítica y autocrítica, que precisamente permite autoobservarse y facilita la lucidez, y, por otra parte, lo que aparecerá en el capítulo siguiente, la fe incierta.

De este modo, la filosofía, recobraría grande y profunda su misión al contribuir a la conciencia de la condición humana y al aprendizaje de la vida. Como ya lo indican los gabinetes y los cafés de filosofía, la filosofía toca a la existencia de todo el mundo y a la vida cotidiana. La filosofía no es disciplina, es una potencia de interrogación y de reflexión que no sólo versa sobre los conocimientos y la condición humana, sino también sobre los grandes problemas de la vida. En este sentido, el filósofo debería estimular en toda parte la aptitud crítica y autocrítica, fermentos irremplazables de la lucidez, y animar por doquier a la comprensión humana, tarea fundamental de la cultura.

En eso estamos. A esta percepción de la tarea y misión de la filosofía, cada vez más extendida y mejor asimilada, unimos nuestros esfuerzos.